"El lenguaje y el extrañamiento del lenguaje es la base de todo. Hay que encontrar el tono adecuado para contar una novela y su personaje. La lucha por el tono y por el registro, la lucha por las palabras, es la base de todo. Cuando uno escribe una novela se enfrenta a dos problemas fundamentales: dar con el punto de vista, qué narrador eliges, y el otro es el tono. Ambas guardan relación con el lenguaje...
No sabría decirlo, porque hay quienes dicen que nunca se ha leído tanto como ahora pero por otro lado los estudios de humanidades están cada vez más olvidados"
ENTREVISTA JUAN JOSÉ MILLÁS
A Juan José Millás no le gusta la ópera. Lo pone nervioso, dice él. Sin embargo una obra de Puccini da título a su más reciente novela: Que nadie duerma (Alfaguara), traducción al castellano del aria más conocida deTurandot, de la que se siente protagonista el personaje principal de esta nueva entrega de ficción. Todo comienza el día en que Lucía pierde su empleo como programadora informática. Un encuentro azaroso la lleva a replantearse su vida y ponerse al volante de un taxi con el que recorre las calles de Madrid buscando a un hombre mientras escucha una y otra vez la ópera que cuenta la historia de una cruel princesa china a quien la redime el amor. En esta novela Juan José Millás (Valencia, 1946) profundiza en lo que podría considerarse su sello literario: la mezcla de lo cotidiano y lo extraordinario, que se combinan en la vida de un personaje extraño, entre neurótico y entrañable ─muy en la línea de los suyos-, y sobre el que el escritor conversa en esta entrevista. Los hombres y mujeres de Millás parecen apresar algo del carácter del escritor, siempre atrapado en una frontera: el periodismo y la literatura, la realidad y la ficción, el original y la réplica, una novela y la siguiente. A él, como a sus personajes, la realidad los pilla con la pólvora en las manos: siempre a punto de estallar en algo más. La biografía de Millás no está exenta de ese espíritu de mutación que recorre sus libros. Nació en Valencia, pero con seis años se trasladó a Madrid, donde creció y cursó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense, al tiempo que trabajaba como interino en la Caja Postal. Ejerció la docencia en un colegio y obtuvo más tarde un trabajo como administrativo en Iberia, con un horario que le permitía escribir por las tardes. Fue justo en esos años cuando comenzó su carrera como escritor y se incorporó luego al diario El País, cabecera para la que todavía escribe. A lo largo de su carrera, Millás ha conseguido los premios literarios más importantes en España: el Nadal, en 1990; el Planeta, en 2007 y el Nacional de Literatura en su modalidad de narrativa en el año 2008.
Porque la democracia está dando muchos pasos atrás. Cuestiones que habíamos conquistado con gran esfuerzo, y que pensamos que serían para toda la vida, las estamos perdiendo a una velocidad de vértigo
Aunque en ocasiones parece pesimista –algo en su gesto siempre luce contrariado–, Juan José Millás tiene una conversación que va haciéndose empática por puntos. De a poco. Rodeado de los libros que confieren a su biblioteca el aspecto de un camarote, Millás aporta detalles de un oficio al que lleva dedicado más de cuarenta años. Su primer libro lo publicó en 1975 y desde entonces no ha parado de escribir: novelas, relatos, periodismo y sus conocidos articuentos, un género a mitad de camino entre el texto periodístico y la prosa literaria. Su obra es casi contemporánea con la democracia española. Que lluevan piedras, pues, sobre ambos tejados. Siempre quedarán Kafka y Verne para salvar los muebles en una habitación llena de libros en la que alguien pregunta y el otro, cuando quiere, contesta.
Una de las misiones que tiene la literatura es que el lector se extrañe de aquello que es familiar. Pero para que el lector se extrañe de eso, primero debe extrañarse el escritor. En ese extrañamiento aparece el significado
Su protagonista, Lucía, va de un lado a otro de la ciudad conduciendo un taxi. ¿Desde el Quijote no dejamos de sacar a los personajes a pasear el desasosiego?
Algo de eso tiene. Hay algunos paralelismos. Esta mujer no va en un caballo o un burro, va en un taxi. Cree, a su manera, que va haciendo el bien o lo que ella considera que es el bien. Todo eso lo hace en nombre de este amor platónico que espera que aparezca en alguna esquina de la ciudad. Porque es así, ella se ha enamorado de un hombre que ha visto sólo una vez en su vida. Se hace taxista por amor, porque piensa que, si recorre la ciudad, tarde o temprano, aparecerá ese hombre, levantará su mano y entrará en el coche.
Nessum Dorma es el aria de Turandot en la que el sentimiento individual, el amor, se impone sobre la guerra y el odio. ¿Qué tanto comparte esta novela ese espíritu?
Absolutamente, por eso Turandot está tan presente en la novela. Ella se siente identificada con el personaje de Puccini, esta princesa china a la que cientos de príncipes pretenden y ella no quiere a ninguno, excepto al que sea capaz de resolver los tres enigmas, que es la metáfora del descubrimiento de sí misma. Sólo se entregará a aquel que sea capaz de leerla. Esta mujer siente que el personaje del que está locamente enamorada es capaz de leerla. Ella no es muy sociable, es como un libro que no ha sido leído y aspira a ser leída por este hombre del que está enamorada.
Por cierto, a usted no le gusta la ópera.
No, me pone nervioso.
Siempre que me preguntan cuál es libro ha explicado mejor el siglo XX es la Metamorfosis, de Kafka, y va camino de explicar el XXI. Es el libro que más empuja a escribir, porque te hace pensar que es sencillo. No lo es en absoluto, pero lo parece. La reflexión es un exudado de la narración. Es como un coche al que no le suena el motor, porque es un buen coche
¿Y entonces?
Sólo me gusta cuando la pone mi vecino y la escucho a través del tabique. En realidad, nunca escucho música, me gusta cuando viene de otra dimensión. Es lo que le pasa a Lucía.
Pero, ¿por qué lo pone tan nervioso?
Cuando comencé a pensar en esta novela y el personaje, conseguí una frase de Levy Strauss, que decía que la música pertenecía a una realidad paralela a la nuestra y que se colaba a través de los tabiques que separaban esas dos dimensiones -Juan José Millás ríe, quién sabe por qué, pero ríe-.
En aquella novela suya, La mujer loca, a la protagonista la perseguía el lenguaje. A usted le ocurre algo parecido.
El lenguaje y el extrañamiento del lenguaje es la base de todo. Hay que encontrar el tono adecuado para contar una novela y su personaje. La lucha por el tono y por el registro, la lucha por las palabras, es la base de todo. Cuando uno escribe una novela se enfrenta a dos problemas fundamentales: dar con el punto de vista, qué narrador eliges, y el otro es el tono. Ambas guardan relación con el lenguaje.
Justo en su novela anterior, Mi verdadera historia, el azar jugaba un papel importante. ¿El azar es un poco más benévolo en esta novela?
Aquella novela arranca de una conjunción de casualidades que guardan relación entre sí. Eso que Jung llama sincronicidades y nosotros tendemos a dar significado a las sincronicidades. No nos resignamos a que las cosas no lo tengan. Al comienzo de esta novela ocurren varias cosas relacionadas entre sí. Lucía, la protagonista, no se resigna a que no tengan significado. Es eso lo que la hace cambiar de vida. Lo que la lleva a comenzar una aventura nueva. Es el azar lo que produce eso.
“Escribir una novela de verdad implica riesgos. Por eso he querido escribir una novela de mentira”, dijo en una ocasión. ¿Sigue pensando lo mismo?
En una etapa como la actual la copia tiene valor en sí misma. Además, se hace con especial cuidado, hasta el punto de no saber cuál es el verdadero y cuál el falso. Eso sólo somos capaces de conocerlo la final de la cadena, cuando un vaquero, aunque se haya fabricado en la misma fábrica, va al mercadillo y otro a una tienda Levi’s . Esa relación entre la copia y el original me fascina. Estamos en el imperio de la copia. La novela no ha escapado a eso. De la misma forma en que hay Rolex falsos, hay novelas falsas. También el género ha entrado en el mecanismo infernal de la copia.
Siempre se dice: vuelve Millás a la novela. ¿Ha salido alguna vez de ella?
Vengo publicando una novela cada dos o tres años. En efecto: nunca he salido de ella.
Se lo pregunto más bien por el hecho de que en sus piezas predomina una actitud novelesca.
Siempre digo que, trabaje en el ámbito en el que trabaje, cuento una historia. Lo hago con mis articuentos, en la televisión, en la radio.
Usted tiene más tiempo escribiendo que la democracia española funcionando. ¿Cuál goza de más salud?
(Risas) Creo que es fácil estar más saludable que la democracia.
A ver…
Porque la democracia está dando muchos pasos atrás. Cuestiones que habíamos conquistado con gran esfuerzo, y que pensamos que serían para toda la vida, las estamos perdiendo a una velocidad de vértigo.
¿Cómo ha cambiado el Juan José Millás que eligió lo fantástico-cotidiano al de hoy?
Creo que se ha profundizado. Entonces no existía la carga irónica que comienza a aparecer en Desde la sombra, donde yo siento que ya controlo mi voz o que comienza a existir una voz original. Allí aparece lo fantástico cotidiano, antes era más realista. Lo que he hecho a partir de entonces es profundizar: buscar lo misterioso en lo banal. He intentado desfamiliazarme y desfamiliarizar al lector con lo que ocurre todos los días, esos acontecimientos que pierden justamente porque ocurren ante nuestros ojos todos los días.
Y por eso, asumo, sigue escribiendo usted…
Una de las misiones que tiene la literatura es que el lector se extrañe de aquello que es familiar. Pero para que el lector se extrañe de eso, primero debe extrañarse el escritor. En ese extrañamiento aparece el significado.
¿Cuál fue el primer autor que lo hizo lector?
Julio Verne. Suyos fueron los primeros libros que leí, me produjeron ese extrañamiento.
Se lo pregunto porque hay libros que cimientan la vocación lectora
Verne fue una sacudida muy fuerte. El primer recuerdo que tengo de una novela fue Cinco semanas en globo.
Hay otros autores que propician, en cambio, la vocación literaria. ¿Cuál lo convirtió en escritor?
Kafka. Más concretamente La metamorfosis. Es un prodigio de la complejidad sencilla. Es un libro corto, que puede leer una persona sin experiencia lectora e igual le gustará y encontrará un significado. Siempre que me preguntan cuál es libro ha explicado mejor el siglo XX es la Metamorfosis, de Kafka, y va camino de explicar el XXI. Es el libro que más empuja a escribir, porque te hace pensar que es sencillo. No lo es en absoluto, pero lo parece. La reflexión es un exudado de la narración. Es como un coche al que no le suena el motor, porque es un buen coche.
En sus novelas siempre hay una mirada empática, socialmente hablando. Busca personajes marginales, periféricos, socialmente afectados. Ésta también.
Se escribe a partir del conflicto y cuanta más gente se identifique con ese conflicto, más transitiva es la novela.
Hay una discusión permanente sobre la capacidad lectora y a la comprensión lectora. ¿Qué piensa?
No sabría decirlo, porque hay quienes dicen que nunca se ha leído tanto como ahora pero por otro lado los estudios de humanidades están cada vez más olvidados. Creo que aún nos falta perspectiva para juzgar esta etapa histórica. La aparición de la tecnología lo ha puesto todo patas arriba.
(Fuente: vozpopuli.com)
'LAS PALABRAS DE NUESTRA VIDA', por Juan José Millás / CONFERENCIA 'LAS PALABRAS', de J.J. Millás
"¡Qué espanto, si detrás de los espejos y del lenguaje no hubiera nada!"
"Hay palabras que matan... Las palabras nombran, desde luego, aunque hieren también y hurgan y destapan. Las palabras nos hacen, pero también nos deshacen...
Cada vez que abrimos un diccionario y leemos una de sus entradas estamos insuflando vida a una palabra, es decir, nos estamos explicando el mundo... cada vez que conquistamos una nueva palabra, la realidad se estira, el horizonte se amplía, nuestra capacidad intelectual se multiplica"
LAS PALABRAS DE NUESTRA VIDA
Resulta difícil imaginar un artefacto más ingenioso, útil, divertido y loco que un diccionario.
Toda la realidad está contenida en él porque toda la realidad está hecha de palabras. Nosotros también estamos hechos de palabras. Si formamos parte de una red familiar o social es porque existen palabras como hermano, padre, madre, hijo, abuelo, amigo, compañero, empleado, profesor, alumno, policía, alcalde, barrendero…
Escuchamos las primeras palabras de nuestra vida antes incluso de recibir el primer alimento, pues son tan necesarias para nuestro desarrollo como la leche materna. Por eso sabemos que hay palabras imposibles de tragar, como un jarabe amargo, y palabras que se saborean como un dulce. Sabemos que hay palabras pájaro y palabras rata; palabras gusano y palabras mariposa; palabras crudas y palabras cocidas; palabras rojas o negras y palabras amarillas o cárdenas. Hay palabras que duermen y palabras que provocan insomnio; palabras que tranquilizan y palabras que dan miedo.
Hay palabras que matan. Las palabras están hechas para significar, lo mismo que el destornillador está hecho para desatornillar, pero lo cierto es que a veces utilizamos el destornillador para lo que no es: para hurgar en un agujero, por ejemplo, o para destapar un bote, o para herir a alguien. Las palabras nombran, desde luego, aunque hieren también y hurgan y destapan. Las palabras nos hacen, pero también nos deshacen.
La palabra es en cierto modo un órgano de la visión. Cuando vamos al campo, si somos muy ignorantes en asuntos de la naturaleza, sólo vemos árboles. Pero cuando nos acompaña un entendido, vemos, además de árboles, sauces, pinos, enebros, olmos, chopos, abedules, nogales, castaños, etcétera. Un mundo sin palabras no nos volvería mudos, sino ciegos; sería un mundo opaco, turbio, oscuro, un mundo gris, sombrío, envuelto en una niebla permanente. Cada vez que desaparece una palabra, como cada vez que desaparece una especie animal, la realidad se empobrece, se encoge, se arruga, se avejenta. Por el contrario, cada vez que conquistamos una nueva palabra, la realidad se estira, el horizonte se amplía, nuestra capacidad intelectual se multiplica.
Pese a la modestia del primer diccionario que tuve entre mis manos (uno muy básico, de carácter escolar), recuerdo perfectamente la emoción con la que lo abrí y me adentré en aquella especie de parque zoológico de las palabras. Las primeras que busqué fueron, lógicamente, las prohibidas, para ver qué aspecto o qué costumbres tenían, como el niño que en el zoológico busca las jaulas de los animales más raros o exóticos o quizá más crueles. Una vez saciada esa curiosidad, caí rendido ante el misterio de las palabras de cada día. Me fascinaba aquella vocación por decir algo, por significar. A menudo, yo mismo ensayaba definiciones que luego comparaba con las del diccionario, asombrándome ante la precisión de bisturí de aquellas entradas. No se podía decir más ni mejor en menos espacio. Me maravillaba también la invención del orden alfabético, sin duda el más arbitrario de los imaginados por el ser humano y sin embargo el más universalmente aceptado. Al contrario del resto de los órdenes, no se sabe de nadie que haya intentado cambiarlo o subvertirlo.
En el diccionario están todas las palabras de nuestra vida y de la vida de los otros. Abrir un diccionario es en cierto modo como abrir un espejo. Toda la realidad conocida (y por conocer para el lector) está reflejada en él. Al abrirlo vemos cada una de nuestras partes, incluso aquellas de las que no teníamos conciencia. El diccionario nos ayuda a usarlas como el espejo nos ayuda a asearnos, a conocernos. Pero las palabras tienen, hasta que las leemos, una característica: la de carecer de alma. Somos nosotros, sus lectores, los hablantes, quienes les insuflamos el espíritu. De la palabra escalera, por ejemplo, se puede decir que nombra una serie de peldaños ideada para salvar un desnivel. Pero esa definición no expresa el miedo que nos producen las escaleras que van al sótano o la alegría que nos proporcionan las que conducen a la azotea; el miedo o la alegría (el alma) la ponemos nosotros. De la palabra oscuridad se puede predicar que alude a una falta de luz. Pero eso nada dice del temblor que nos producía la oscuridad en la infancia (el temblor, de nuevo, lo ponemos nosotros).
Las palabras tienen un significado oficial (el que da el diccionario) y otro personal (el nuestro). La suma de ambos hace que un término, además de cuerpo, tenga alma. Por eso se habla del espíritu o de la letra de las leyes. Cada vez que abrimos un diccionario y leemos una de sus entradas estamos insuflando vida a una palabra, es decir, nos estamos explicando el mundo.
Resulta difícil imaginar un tesoro más grande que el compuesto por el María Moliner, el Coromines o el Larousse, además del Oxford y el de sinónimos y antónimos. No es que ese conjunto fuera perfecto para llevárselo a una isla. Es que él es en sí mismo una isla. Una isla de significado, es decir, una isla de sentido.
LAS PALABRAS