-Pues ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.
-Con mis estudios -respondió el muchacho- siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella Universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia, que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos; y como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero. Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos se hizo tan famoso en la Universidad por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios, y se fueron a su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte, que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la patria de sus señores), y al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo como llevaba su mismo viaje; hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dió de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca. Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macatela, lipolastri, e limacarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear, y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa, y aun si fuese necesario, su bandera porque su alférez la había de dejar presto. Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes, y otras diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos, y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos, que impidiesen volver a sus estudios. Y como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo de bandera, ni ponerse en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera. Y aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.
-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir suelto que obligado.
-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego- más es de religioso que de soldado; pero como quiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más que los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas. Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de Leon, que tuvieron dos, que la una los echó en Córcega, y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova, y desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la suavidad del Trebiano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma; la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y verdadexamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la Imperial más que Real Ciudad, recámara del Dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.
Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las genovesas y la gentileza y gallarda disposición de los hombres, la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas, como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría, si ya no los hubiesen llevado a Flandes según se decía. Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en extremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, y por sus calles, que con solo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó, y puso en su punto. Y habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles, y por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma, añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa, y aun de todo el mundo.
Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina: de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron, y no entendieron, todos los cielos, y todos los ángeles, y todos los moradores de las moradas sempiternas.
Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.
Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero habiendo estado un mes en ella, por Ferrara Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer; haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo, y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fué a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes. Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas para salir en campaña el verano siguiente. Y habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que habia visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios, y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo de despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedia, y por Francia volvió a España; sin haber visto París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y con la comodidad que ellos le hicieron prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en Leyes
Sucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademecum que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás; y él, sin echar e ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda; pero como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida, y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer; más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla; como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman venéficas; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien lo toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.
Comió en tal mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro, y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos; y aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento; porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces, pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio, de pies a cabeza.
Para sacarle desta extraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase como no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias rogativas de que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos, y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne; que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre. Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía, y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la Medicina y Filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento, que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer sin que a él llegasen fué poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta, de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto, con las manos: cuando andaba por las calles, iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase; los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salía al campo, y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad. Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de condescender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar libre, y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y lástima a todos tos que le conocían.
Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados, porque no se quebrase; que por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de vidrio, como él decía; pero él daba tantas voces y hacía tales extremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos porque no le tirasen. Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo
-¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas ? ¿Soy yo por ventura el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos tiestos y tejas?
Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido antes oírle que tirarle. Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:
-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero ¿qué haré, que no puedo llorar?
Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:
-Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.
Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho, y díjole:
-Hermano Licenciado Vidriera-que así decía él que se llamaba-, más tenéis de bellaco que de loco.
-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.
Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás, que estaban alojados en el mesón del Infierno.
Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo, que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro. A lo cual respondió:
-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.
-Luego ¿no irá a buscarla?-dijo el otro.
-Ni por pienso -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de su deshonra.
-Ya que eso sea así -dijo el mismo-, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?
Respondióle:
-Dale lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa; pero no sufras que ella te mande a ti.
Díjole un muchacho:
-Señor Licenciado Vidriera, yo me quiero desgarrar de mi, padre, porque me azota muchas veces.
Y respondióle:
-Advierte, niño, que los azotes que los padres dan a los hijos, honran; y los del verdugo, afrentan.
Estando a la puerta de una iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los que siempre blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no estaba en tan buena opinión como el primero, y el Licenciado dio grandes voces al labrador, diciendo:
-Esperad, Domingo, a que pase el Sábado.
De los maestros de escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles, y que fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos. Otro le preguntó que qué le parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas, sino las vecinas.
Las nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos se extendió por toda Castilla, y llegando a noticia de un príncipe o señor que estaba en la Corte, quiso enviar por él, y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en Salamanca, que se lo enviase, y topándole el caballero un día, le dijo:
-Sepa el señor Licenciado Vidriera que un gran personaje de la Corte le quiere ver y envía por él.
A lo cual respondió:
-Vuesa merced me excuse con ese señor; que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear.
Con todo esto, el caballero le envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta invención: pusiéronle en unas árganas de paja, como aquellas donde llevan el vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos algunos vidrios, porque se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó a Valladolid, entró de noche, y desembanastáronle en la casa del señor que había enviado por él, de quien fue muy bien recibido, diciéndole:
-Sea muy bien venido el señor Licenciado Vidriera. ¿Cómo ha ido en el camino? ¿Cómo va de salud?
A lo cual respondió:
-Ningún camino hay malo como se acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro día, habiendo visto en muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre el provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy gustosa, y más cuando se cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de su locura, y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal, de los cuales y de toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada paso, en cada calle y en cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían, entre las cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que tenía ingenio para todo. A lo cual respondió:
-Hasta ahora no he sido tan necio, ni tan venturoso.
-No entiendo eso de necio y venturoso -dijo el estudiante.
Y respondió Vidriera:
-No he sido tan necio, que diese en poeta malo, ni tan venturoso, que haya merecido serlo bueno.
Preguntóle otro estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por qué decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan pocos los buenos, que casi no hacían número; y así, como si no hubiese poetas, no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía, porque encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de provecho, de deleite y de maravilla.
Añadió más:
-Yo bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de Ovidio que dicen:
Cura ducum fuerunt olim regumque poetae:
Praemiaque antiqui magna tulere chori.
Sanctaque majestas, et erat venerabile nomen
Vatibus, er largae saepe dabantur opes.
Y menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón intérpretes de los dioses, y dellos dice Ovidio:
Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.
Y también dice:
At sacri vates, et Divum cura vocamur.
Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?
Y añadió más:
-¡Qué es ver a un poeta destos de la primera impresión, cuando quiere decir un soneto a otros que le rodean, las salvas que les hace, diciendo: "Vuesas mercedes escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito!" Y en esto, tuerce los labios, pone en arco las cejas, y se rasca la faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y al fin le dice, con tono melifluo y alfeñicado. Y si acaso los que le escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice: "O vuesas mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido decir; y así, será bien recitarle otra vez, y que vuesas mercedes le presten más atención, porque en verdad en verdad que el soneto lo merece." Y vuelve como primero a recitarle, con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los mastinazos antiguos y graves? Y ¿qué de los que murmuran de algunos ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía, que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones, muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende, y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y esteril tierra que fuese, al momento producía jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas; que de los buenos siempre dijo bien y los levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos pintores imitaban a naturaleza; pero que los malos la vomitaban. Arrimóse un dia, con grandísimo tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un librero, y díjole:
-Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.
Preguntóle el librero se la dijese. Respondióle:
-Los melindres que hacen cuando compran un privilegio de un libro, y la burla que hacen a su autor si acaso le imprime a su costa, pues en lugar de mil y quinientos, imprimen tres mil libros, y cuando el autor piensa que se venden los suyos, se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados, y diciendo el pregón: "Al primero, por ladrón", dio grandes voces a los que estaban delante dél, diciéndoles:
-Apartaos, hermanos, no comience aquella cuenta por alguno de vosotros.
Y cuando el pregonero llegó a decir: "Al trasero...", dijo:
-Aquél debe de ser el fiador de los muchachos.
Un muchacho le dijo:
-Hermano Vidriera, mañana sacan a azotar a una alcagüeta.
Respondióle:
-Si dijeras que sacaban a azotar a un alcagüete, entendiera que sacaban a azotar un coche.
Hallóse allí uno destos que llevan sillas de manos, y díjole:
-De nosotros, Licenciado, ¿no tenéis qué decir?
-No -respondió Vidriera -, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un confesor; mas es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos secretos, y vosotros, para publicarlos por las tabernas.
Oyó esto un mozo de mulas, porque de todo género de gente le estaba escuchando contino, y díjole:
-De nosotros, señor Redoma, poco o nada hay que decir, porque somos gente de bien, y necesaria en la república.
A lo cual respondió Vidriera:
-La honra del amo descubre la del criado; según esto, mira a quién sirves, y verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una mula de alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género humano. Todos los mozos de mulas tienen su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes: si sus amos (que así llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen más suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los años pasados; si son extranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; si religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y carreteros y arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos: el carretero pasa lo más de la vida en espacio de vara y media del lugar, que poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y la otra mitad reniega, y en decir: "Háganse a zaga", se les pasa otra parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la borrasca, perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho; y su pasatiempo, ver mareados a los pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos, que a trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, la hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos; y sus misas, no oír ninguna.
Cuando esto decía, estaba a la puerta de un boticario, y volviéndose al dueño, le dijo:
-Vuesa merced tiene un saludable oficio, si no fuese tan enemigo de sus candiles.
-¿En qué modo soy enemigo de mis candiles?-preguntó el boticario.
Y respondió Vidriera:
-Esto digo porque en faltando cualquiera aceite, la suple el del candil que está más a mano; y aún tiene otra cosa este oficio, bastante a quitar el crédito al más acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué, respondió que había boticario que, por no decir que faltaba en su botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponía otras que a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no siendo así; y con esto, la medicina mal compuesta obraba al revés de lo que había de obrar la bien ordenada. Preguntóle entonces uno que qué sentía de los médicos, y respondió esto: .
-"Honora medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo enim est omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltabit caput illius, et in conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra creavit medicinam, et vir prudens non abhorrebit illam. "Esto dice, dijo, el Eclesiástico de la Medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría decir todo al revés, porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El juez nos puede torcer o dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su interés nuestra injusta demanda; el mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero quitarnos la vida sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno: sólo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe; y no hay descubrirse sus delictos, porque al momento los meten debajo de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne, y no de vidrio como agora soy, que a un médico destos de segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de allí a cuatro días, acertó a pasar por la botica donde recetaba el segundo, y preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él había dejado, y que si le había recetado alguna purga el otro médico. El boticario le respondió que allí tenía una receta de purga, que el día siguiente había de tomar el enfermo; dijo que se la mostrase, y vio que al fin della estaba escrito: "Sumat dilúculo"y dijo: "Todo lo que lleva esta purga me contenta, sino es este dilúculo, porque es húmido demasiadamente."
Por estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él sin hacerle mal, y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de los muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para no tener envidia a nadie.
Respondióle:
-Duerme; que todo el tiempo que durmieres serás igual al que envidias.
Otro le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión, que había dos años que la pretendía. Y díjole:
-Parte a caballo y a la mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así saldrás con ella.
Pasó acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comisión, que iba de camino a una causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó quién era, y como se lo dijeron, dijo:
-Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo haber tenido un amigo que en una comisión criminal que tuvo dio una sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntóles que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación, y que con esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran a él por juez recto y acertado.
En la rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo, estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamó señor licenciado; y sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun título de bachiller, le dijo:
-Guardaos, compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la redención de cautivos; que os le llevarán por mostrenco.
A lo cual dijo el amigo:
-Tratémonos bien, señor Vidriera, pues ya sabéis vos que soy hombre de altas y de profundas letras.
Respondióle Vidriera:
-Ya yo sé que sois un Tántalo en ellas, porque se os van, por altas, y no las alcanzáis, de profundas.
Estando una vez arrimado a la tienda de un sastre, viole que estaba mano sobre mano, y díjole:
-Sin duda, señor maeso, que estáis en camino de salvación.
-¿En qué lo véis? -preguntó el sastre.
-¿En qué lo veo? -respondió Vidriera-. Véolo en que pues no tenéis que hacer, no tendréis ocasión de mentir.
Y añadió:
-Desdichado del sastre que no miente y cose las fiestas: cosa maravillosa es que casi en todos los deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo, habiendo tantos que los hagan pecadores.
De los zapateros decía que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si al que se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había de ser, por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas, vendrían más anchos que alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían de venir, por amor de la gota.
Un muchacho agudo, que escribía en un oficio de provincia, le apretaba mucho con preguntas y demandas, y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo discantaba y a todo respondía. Este le dijo una vez:
-Vidriera, esta noche se murió en la cárcel un banco que estaba condenado a ahorcar.
A lo cual respondió:
-Él hizo bien a darse priesa a morir, antes que el verdugo se sentara sobre él.
En la acera de San Francisco estaba un corro de genoveses, y pasando por allí, uno dellos le llamó, diciéndole:
-Lleguese acá el señor Vidriera y cuéntenos un cuento.
Él respondió: