"Este deseo de torear surge de un misterio del alma, de la necesidad de aquietar un desasosiego interior... Una necesidad mucho más profunda que un simple alarde de valor... La idea es la manera particular que cada torero tiene de concebir el arte; su forma de entenderlo, de imaginarlo, de sentirlo, de soñarlo... La materia es el toro, con toda su incertidumbre, su problemática, su enigma, sus embestidas, su temible poder, su muerte a cuestas"
'Quiebro', obra de la artista almeriense Maritina Delgado
ESCLARECER EL TOREO (y III)
Debidamente situado ya el toreo, tanto en el continente de la cultura como en el territorio del arte, continuemos esclareciéndolo profundizando en sus peculiaridades específicas. No obstante, y prosiguiendo con el mismo esquema discursivo utilizado hasta ahora, fijemos primero un marco conceptual más general en el cual podamos encajar las características propias del toreo a fin de que dicha ubicación arroje sentido sobre las mismas y nos proporcione un criterio para decidir el lugar que la tauromaquia debe ocupar dentro de las disciplinas artísticas.
Con tal propósito, partamos de lo que el poeta, ensayista y pensador francés Paul Valery aseveraba sobre los elementos esenciales que componen toda obra de arte. A su entender, e interrelacionados por sutiles y, a veces, inextricables nexos, en todas ellas concurren cuatro elementos: un deseo; una idea; una acción, y una materia.
Pasemos a desarrollar por nuestra cuenta la aseveración de Valery. El deseoy la ideapertenecen únicamente al artista; la materiaforma parte exclusiva del entorno al cual el artista debe vencer, y la acciónes un elemento cruzado en el que interactúan entorno y artista y, por tanto, a los dos pertenece.
El deseo artístico representa una concreción de la voluntad de arte del artista, que toma consciencia de su propio fin determinado, con el que hace frente a la incertidumbre del entorno.
La idea da curso a la estrategia a seguir para conseguir el deseo. Es fruto de la imaginación del artista: la manera de plasmar cómo llevar a cabo el sueño que la guía.
La materia, por su parte, es el obstáculo a superar mediante la destreza del artista para hacer realidad su deseo. Sería el mármol o el barro en la escultura, el lienzo o el muro en la pintura, el fuego y los metales en el arte de fragua, el sonido en la música, el toro en el toreo, etc.
En cuanto a la acción, es el desarrollo práctico de la idea, la experiencia donde se lleva a cabo la lid entre el artista y la materia, los actos que aquel debe realizar a fin de vencer la resistencia del material, de invertir su “lógica”, de transformar sus elementos prosaicos en componentes estéticos.
Veamos la forma que toman estos elementos aplicados al arte del toreo. El deseo es eso: afición: deseo de torear. Este deseo de torear surge de un misterio del alma, de la necesidad de aquietar un desasosiego interior nacido de lo más arcano de la condición humana. Para el torero torear es eso: una necesidad. Una necesidad mucho más profunda que un simple alarde de valor o una demostración de la capacidad de destreza. La idea es la manera particular que cada torero tiene de concebir el arte; su forma de entenderlo, de imaginarlo, de sentirlo, de soñarlo, de buscar mediante su concurso emocionarse y emocionar. La materia es el toro, con toda su incertidumbre, su problemática, su enigma, sus embestidas, su temible poder, su muerte a cuestas. En cuanto a la acción no es otra que la lidia, el enfrentamiento del toro y el torero con todas sus incógnitas, su belleza, su dramatismo y su autenticidad, puesto que en el ruedo todo lo que acontece es de verdad.
Busquemos ahora un criterio de jerarquización del arte a partir de los elementos anteriormente definidos. Un arte será más noble –en el sentido de más elevado, y volvemos con ello a Valery– cuanto más puro sea el deseo del que procede y más incertidumbre tenga el autor sobre el feliz desenlace de su acción. Dicho de otro modo: cuanto más compleja sea la incertidumbre del entorno a superar y, por ello, más inseguros los resultados del esfuerzo del artista sobre la naturaleza de la materia a la que se enfrenta y de los agentes utilizados para domarla, más puro es su deseo y más elevada su virtud. En este sentido, sostenía Nietzsche que una presa fácil es algo despreciable para las naturalezas altivas. Y los artistas en general y los toreros en particular, la tienen. Por eso, en cualquier arte cuya materia no oponga de por sí resistencias apreciables, el verdadero artista siente la incomodidad y el tedio de una facilidad demasiado grande. De ahí que se les vea crear dificultades imaginarias o, como ocurre en el toreo, inventar convenciones o reglas completamente arbitrarias que restrinjan su superioridad sobre la materia en que actúan.
Resumiendo: cuanta más dificultad oponga la materia y más incierto sea el resultado de la acción artística, más puro es el deseo del artista y más evidente su virtud. Y cuanto más puro y más virtuoso sean estos, el arte en el que se plasmen tendrá un concepto más elevado. Por eso, es más digno el trabajo del mármol que el del barro; el fresco –que se ejecuta bajo la dictadura del tiempo y en el que aparece una íntima interacción entre acción, materia y duración–, es de más elevada jerarquía que cualquier clase de pintura donde quepa la posibilidad de volver a empezar, corregir o arrepentirse. Mucho más nobles que éstas son las artes del fuego. En ellas, el fuego es el mayor enemigo del artista. Un agente de temible precisión que amenaza y limita toda operación que con él se practique en la materia. Tanto si se adormece como si crece en demasía, su dictado es fatal. En cuanto se desvía de lo correcto, la pieza quedará arruinada. Sea en hierro, cobre o cristal, mientras vive el fuego, el hombre se consume. Con toda la vigilancia que le preste, con todo lo que su conocimiento le dicte y su experiencia le adelante a prever, no deja de ser inmensa la noble incertidumbre inscrita en la crepitante y luminosa energía que lo constituye.
Siguiendo este mismo baremo, más elevado aún que las artes del fuego, será el arte del toreo, por cuanto la materia con que ha de realizarse es mucho más compleja y contiene mayor incertidumbre que cualquier otra. De ahí, que, de todas las artes, sea la tauromaquia la más aventurada, la más incierta y, por tanto, de mayor nobleza. El hecho de tener por materia a un ser vivo –el toro de lidia– en lugar de un material inanimado, hace que la dificultad experimente un salto cualitativo, no sólo porque la variabilidad de estados accesibles del entorno se dispare, sino porque, mientras la relación del artista con el mármol, el barro o el hierro se da en un solo sentido –el que va del hombre a la materia inerte–, en su trato con el animal dicha relación se modifica. En la acción proyectada del torero, interviene el convencimiento de que él existe también para el toro, el cual espera la acción del torero, se dispone para ella y prepara su reacción correspondiente. Esto hace que la relación hombre-toro se haga, no en uno, sino en dos sentidos opuestos, pues, en el momento que el torero está proyectando su acción, cuenta ya con el acto probable del animal, de manera que el acto humano, aún en puro proyecto, va al animal, pero vuelve al torero en sentido inverso, anticipando la posible réplica del toro. Ocurre igual cuando nos acercamos al dóberman que guarda el jardín al que hemos de acceder o al caballo que da muestras de inquieto recelo. Así prevemos el posible mordisco o la posible coz y tomamos las pertinentes precauciones.
Con el toro aún es más evidente, pues su relación con el torero es de lucha. El torero sabe que el toro le atacará y tratará de cogerlo y eso le enciende el pilotito del instinto de conservación, lo que añade dificultades al torero, que tiene que vencerlo si quiere seguir persistiendo en la realidad del toreo. De este modo, el toro enfrenta al hombre –fruto de la selección natural– con el torero –fruto de la selección cultural– que el hombre lleva en sí. El toro, además, excluye o castiga cualquier negligencia. No concede respiro ni dubitaciones e impone, con su carga de muerte, el mayor dramatismo a la lucha cerrada que el hombre mantiene con la forma. Además, cada toro presenta un comportamiento singular, lo cual impide al torero aplicar siempre los mismos remedios. Tiene que seleccionar, o lo que es lo mismo: crear; porque –no se olvide– crear es seleccionar. Seleccionar es lo que hace el ajedrecista cuando mueve una pieza, lo que hace el novelista cuando escribe, lo que hace el pintor cuando pinta, y es… lo que hace el torero cuando torea. Pasar al toro por alto o por bajo, instrumentar las series más cortas o más largas, torear con la derecha o con la izquierda, llevar el engaño a rastrera o a media altura, son elecciones dentro de un conjunto de posibilidades; esto es: son formas de seleccionar para hacer realidad lo probable. De este conjunto de selecciones, brotará la creación de la obra, que resultará buena o mala en función de lo acertado o desacertado de la selección. Y no habrá vuelta atrás, porque el toreo, como la pintura al fresco, como las artes del fuego, no admite la posibilidad de comenzar de nuevo y rectificar. Para colmo, por grande que sea el conocimiento del torero, su destreza y su capacidad para anticiparse a los problemas, nunca podrá llegar a eliminar el concurso del azar. En mayor o menor grado, siempre dependerá de la suerte.
Si por todo lo anteriormente expuesto, ya el toreo pasaría a ocupar el puesto más elevado entre las bellas artes, el hecho de que la materia con que ha de crearse –el toro– pueda, encima, herir y matar al artista mientras desarrolla su acción, confiere a su nobleza un abolengo radicalmente sobresaliente convirtiendo el toreo en el único arte heroico.
El toreo es eso: un arte noble purificado por el riesgo.
Permítanme una apostilla para completar este esclarecimiento: En la actualidad asistimos a un proceso de desmitificación de las actividades simbólicas, que afecta al arte en general haciéndole sufrir una doble simplificación: una se concreta en la obra de arte y la otra se plasma en la realidad; simplificación que prescinde de todo lo que conduce a la primera y de la complejidad de la segunda. Hoy, el mundo del arte parece estar mayoritariamente compuesto por necios para los que aquel se consuma como mezcla incongruente de elementos económicos y comunicativos por encima de los tradicionalmente considerados estéticos. En el paradigma de arte contemporáneo, la obra de arte es sólo una ocasión, un pretexto, para exponer el verdadero valor artístico, que ya no reside en ella, sino en la eficacia y la comunicabilidad del mensaje o mensajes establecidos en torno suyo. El arte se ha convertido en mercancía; en una serie de objetos atrapados en la búsqueda imperiosa de novedad y efecto, lo cual, no sólo desgasta rápidamente las imágenes utilizadas, sino que las aboca a una desenfrenada espiral de cambios para sustituirlas por otras de mayor fuerza de impacto o con más capacidad de llamar la atención. El arte tiende así a disolverse en la moda y en la comunicación, al tiempo que es presentado como objeto de veneración, ocultando su carácter de mercado de bienes de lujo tras las prédicas de los sacerdotes de la erudición, cuyo fetichismo, unido a la exaltación retórica de unos ideales estéticos en los que nadie cree, lo mantienen a salvo del juicio espontáneo o auténticamente crítico de quienes se acercan a sus productos.El toreo es una actividad cuyo tino o desacierto es sometido a un juicio radicalmente popular. El público es el que premia o censura sin que quepa hacer distinción entre el juicio de las elites y el de las masas
Esta vinculación exclusiva del arte con las elites eruditas, ha traído como consecuencia el escamoteo de su faceta festiva y comunitaria, su desaparición del horizonte que a todos nos es común y la suplantación de su verdadera esencia por una diversidad de asuntos puramente artificiosos determinados por los criterios de un mercado de consumo enfocado, como tal, a la rentabilidad inmediata.
Estos derroteros, de los cuales no participa el toreo, convierten el arte contemporáneo en algo degradado y espurio que conduce al filósofo barcelonés Víctor Gómez Pin a negar –desde un posicionamiento radicalmente pro taurino– la condición de arte de la tauromaquia. Según su opinión, el arte carece de esa radicalidad que el toreo posee y que le impide convivir con la abulia espiritual de los receptores a la que tan bien se aviene el arte homologado. Por otro lado, dicho arte se muestra demasiado complacido con los parapetos culturales que le sirven de “burladeros” para evitar se restaure la exigencia de verdad. En el toreo, tales parapetos no existen. El toreo es una actividad cuyo tino o desacierto es sometido a un juicio radicalmente popular. El público es el que premia o censura sin que quepa hacer distinción entre el juicio de las elites y el de las masas. El toreo, en contra de lo que ocurre con el arte contemporáneo, se identifica así por su confrontación con la verdad. De todo esto, deduce el pensador catalán que su negativa a encuadrar el toreo en el mundo del arte no se deriva de que considere a la tauromaquia de inferior rango a éste, sino porque la sitúa en un plano superior –por radicalidad, ambición y verdad– al que hoy ocupa la actividad artística.
Aun aceptando y compartiendo sus objeciones, sigo manteniendo la esencia artística del toreo. El toreo como arte verdadero. No el que aparece como un añadido ornamental de la vida ni un refinamiento hedonista ni un vehículo de ocio, sino un excitante trayecto hacia la lucidez, un camino hacia las emociones, un puente tendido a la catarsis. El verdadero arte no es un producto de consumo puesto ante la disyuntiva de legitimarse como valor de mercado o sucumbir; es un compromiso radical, un perturbador del espíritu, un agitador de conciencias, un buscador de libertad.
Ya en las cuevas de Altamira se hacía arte sin necesidad de que existiera teoría alguna sobre el mismo o se hubiera desarrollado su concepto, y así seguirá ocurriendo por más que ciertos criterios vanguardistas tiendan a enterrarlo o el mercado lo desvirtúe convirtiéndolo en objeto de consumo. El auténtico arte, el polo opuesto a la decadencia, a la vulgaridad y al consumismo, prevalecerá –eso deseo– en todas sus manifestaciones por encima de modas, mercados, marchantes y gurús.
Por todo lo razonado en este artículo, me reafirmo: El toreo es un arte noble purificado por el riesgo. No obstante, lejos de agotar aquí su discurso, hay otros aspectos de la tauromaquia, como el de su ética que merecen ser abordados en próximos escritos.
ARTÍCULOS ANTERIORES:
("... emoción que... cuando la caída de la conciencia en lo mágico –como apuntaba Jean Paul Sartre en su teoría de las emociones– es tan brutal que trastoca súbita y radicalmente el modo de existencia de la conciencia ejerciendo sobre ella una acción poderosa, provoca un choque emocional que conduce al éxtasis, al conflicto y la perturbación")
("... el toreo es un espectáculo tan único, tan distinto a todo lo demás, que se resiste a ser encorsetado en cualquier cuadrícula previamente establecida, sea ésta la que fuere. Por exceso o por defecto, a ninguna se acomoda. Siempre le sobra o le falta algo. Y se me ocurre que, tal vez el fallo esté en tratar de integrarlo en algo distinto a lo que él es, cuando lo procedente sería reconocer su radical singularidad")
EL TOREO SÍ ES CULTURA
("Defensora del toro de lidia, de la ecología y de una manera humanista de concebir el mundo, la cultura taurina debería ser defendida por quienes la atacan al tiempo que se posicionan en contra del pensamiento único de la globalización. Estar a la vez en contra del toreo y a favor de la biodiversidad cultural de los pueblos, es caer en flagrante contradicción")
("... mientras que la agresividad del toro es un concepto biológico regido por la selección natural, la bravura es un concepto taurómaco determinado por la selección cultural aplicada por los ganaderos...es la bravura el rasgo diferenciador –transmitido genéticamente– cuya funcionalidad permite calificar al bovino de lidia como raza")
TOROS Y TAUROMAQUIA: UN DESTINO COMÚN
("El destino del toro de lidia va indisolublemente ligado a la suerte que corra la Tauromaquia. Todo lo que se diga en contra de esta aseveración son ganas de negar la evidencia buscando soslayar una de las contradicciones más incómodas con que tienen que vérselas los abolicionistas del toreo: poner al toro que dicen defender en peligro de extinción")