"Andrés Hurtado reúne todas las características de los noventayochistas: pesimismo, espíritu crítico, descontento, anhelos reformistas, escepticismo religioso, hostilidad hacia una tradición basada en prejuicios, estoicismo, rechazo hacia un esteticismo huero y sensual... El catolicismo le repugna, con sus capillas sombrías y sus repelentes supersticiones... Alcolea del Campo es un fiel reflejo de la España de la época: falta de sentido social, insolidaridad, enconos fratricidas, fatalismo, ausencia de metas, conformismo, resentimiento, hipocresía..."
Acompañamos los extractos de artículo de Rafael Narbona (leer íntegro en El cultural), con algunos fragmentos relacionados. Al final dejamos una propuesta de examen (según directrices PEvAU).
(...) “Eres un elegíaco –prosigue León Felipe-. Un español que tenías una extraña manera de llorar. Sabías que todo estaba roto en España desde hace mucho tiempo y que no había compostura posible… Te enfurruñabas, gritabas, aullabas para que nadie te viese las lágrimas”. Publicada en 1911, El árbol de la ciencia es la novela que mejor refleja el mundo interior de Baroja, impregnado de pesimismo, pero también con una indudable ternura hacia los más vulnerables. Aunque negaba la existencia de la generación del 98, Baroja es el representante más egregio de la actitud vital y estética de un grupo de escritores angustiados por el ser de España y reacios al sensualismo pagano de los modernistas.
Se ha hablado mucho del desaliño de Baroja, pero un examen atento de su prosa revela una sensibilidad depurada y palpitante, que neutraliza sistemáticamente los excesos retóricos mediante la austeridad y la exactitud. En sus Memorias, Baroja aclara: “Para mí no es el ideal del estilo, ni el casticismo, ni el adorno, ni la elocuencia; lo es, en cambio, la claridad, la precisión, la rapidez…”. Azorín señala la existencia de “un resorte interior” en Baroja que regula meticulosamente el arte de narrar. Ese resorte no es algo abstracto, sino una forma de entender el arte y la vida, la creación y la experiencia, la acción y la contemplación... Gonzalo Torrente Ballester afirma que “Baroja es el único escritor español contemporáneo que dispone de una prosa apta para el género novelesco… graciosa, divertida, atrayente”.
El pensamiento de Baroja es una síntesis de las ideas de Kant, Schopenhauer y Nietzsche. Sería absurdo atribuirle la condición de filósofo. Sólo es un escritor que lee desordenadamente, movido por el deseo de comprender la realidad. El árbol de la ciencia es la novela que expresa de forma más completa su visión del mundo. Para Baroja, el ser humano es una anomalía. Su inteligencia le ha permitido sobrevivir, compitiendo con otras especies con una anatomía más poderosa. Su privilegiada mente le ha salvado de muchas catástrofes y ha resuelto en buena medida el problema de la escasez, multiplicando los recursos, pero le ha planteado conflictos inesperados: ¿tiene la vida algún sentido?, ¿es posible la felicidad?, ¿hay algo más allá de la muerte? Baroja asume las tesis de Schopenhauer, nada alentadoras: la vida es una fuerza ciega y sin propósito; la esencia de la vida es el dolor; no hay forma de escapar a la enfermedad, la vejez y la muerte...
Andrés habló de la gente de la vecindad, de Lulú, de las escenas del hospital; como casos extraños, dignos de un comentario; de Manolo el Chafandín, del tío Miserias, de don Cleto, de doña Virginia...
—¿Qué consecuencia puede sacarse de todas estas vidas? —preguntó Andrés al final.
—Para mí la consecuencia es fácil —contestó Iturrioz con el bote de agua en la mano—. Que la vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros. Plantas, microbios, animales.
—Sí, yo también he pensado en eso —repuso Andrés—; pero voy abandonando la idea. Primeramente el concepto de la lucha por la vida llevada así a los animales, a las plantas y hasta los minerales, como se hace muchas veces, no es más que un concepto antropomórfico, después ¿qué lucha por la vida es la de ese hombre don Cleto, que se abstiene de combatir, o la de ese hermano Juan, que da su dinero a los enfermos?
—Te contestaré por partes —repuso Iturrioz dejando el bote para regar, porque estas discusiones le apasionaban—. Tú me dices, este concepto de lucha es un concepto antropomórfico. Claro, llamamos a todos los conflictos lucha, porque es la idea humana que más se aproxima a esa relación que para nosotros produce un vencedor y un vencido. Si no tuviéramos este concepto en el fondo, no hablaríamos de lucha. La hiena que monda los huesos de un cadáver, la araña que sorbe una mosca, no hace más ni menos que el árbol bondadoso llevándose de la tierra el agua y las sales necesarias para su vida. El espectador indiferente, como yo, ve a la hiena, a la araña y al árbol, y se los explica. El hombre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la bota a la araña y se sienta a la sombra del árbol, y cree que hace bien.
—Entonces, ¿para usted no hay lucha ni hay justicia?
—En un sentido absoluto, no; en un sentido relativo, sí...
La filosofía de Schopenhauer ejerció una notable influencia en los escritores del 98. Al igual que las de Nietzsche, sus ideas circulaban por tertulias y ateneos, cuestionando la cosmovisión católica, aún dominante en la España de principios del siglo XX... Sólo hay un universo movido por una fuerza ciega, libre e irracional, sin otra finalidad que la duplicación y proliferación de la vida. Schopenhauer llama a esa fuerza “voluntad” y afirma que es insaciable. Con palabras que recuerdan a Heráclito, sostiene que la voluntad es conflicto, desgarramiento, escisión y dolor. El ser humano es el más desdichado de los animales, pues es consciente de ese hecho. “A medida que la conciencia se eleva más y el conocimiento se vuelve más diferenciado –escribe Schopenhauer-, también se acrecienta el tormento, que alcanza en el hombre su grado más alto, tanto más elevado cuanto más inteligente sea; el hombre genial es el que más sufre”. No es casual que Calderón de la Barca afirmara que “el mayor delito del hombre es haber nacido”, y que Shakespeare describiera la vida como un vendaval de “ruido y furia”. Schopenhauer añade que “la vida sólo es una continua lucha por la existencia, con la certidumbre de una derrota final”. La realización de una meta o el cumplimiento de un deseo no desembocan en la felicidad, sino en “la tristeza, el vacío, el aburrimiento”. La vida es un péndulo que oscila entre el dolor y el tedio, la desdicha y el hastío... Baroja era un anarquista en lo estrictamente vital. No le agradaba la autoridad, sentía una vehemente antipatía por curas y militares, pero admitía la monarquía como un mal menor, pues se había revelado eficaz en el mantenimiento de la paz y el orden. Todos los políticos le parecían farsantes, demagogos. Prefería un gobierno autoritario que mantuviera a raya al ser humano, “un animal dañino, envidioso, cruel, pérfido, lleno de malas pasiones”. Pensaba que la vida realmente era una fuerza ciega e irracional, cuyo objetivo era perpetuarse, lo cual acarreaba la lucha permanente de unos contra otros. Creía que Schopenhauer no se equivocaba: no hay trasmundos ni dioses. La crueldad lo infecta todo.
EL ÁRBOL DE LA CIENCIA
Andrés Hurtado estudia medicina, admira a los escritores naturalistas y celebra el genio de Espronceda. Huraño, independiente, anticlerical y con idéntica repulsa hacia la aristocracia, la burguesía y la clase trabajadora, “la muerte de su madre le había dejado un gran vacío en el alma y una inclinación a la tristeza”. Su padre y sus hermanos le parecen egoístas, frívolos y mediocres. Sólo su hermano pequeño Luis le inspira afecto y ternura. No estudia por vocación, sino por la necesidad de hacer algo con su vida. Deplora que sus compañeros de facultad vivan como calaveras, sin otra ambición que imitar a don Juan Tenorio. No le produce menos consternación que en Madrid no se aprecie dinamismo, curiosidad ni deseos de cambio. Andrés Hurtado reúne todas las características de los noventayochistas: pesimismo, espíritu crítico, descontento, anhelos reformistas, escepticismo religioso, hostilidad hacia una tradición basada en prejuicios, estoicismo, rechazo hacia un esteticismo huero y sensual... El catolicismo le repugna, con sus capillas sombrías y sus repelentes supersticiones. En la universidad, sólo encuentra profesores que disimulan su necedad con una solemnidad ridícula...
los estudiantes de las postrimerías del siglo XIX venían a la corte con el espíritu de un estudiante del siglo XVII, con la ilusión de imitar, dentro de lo posible, a Don Juan Tenorio y de vivir... Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando. Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil. Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador. Los estudiantes le aplaudían, riendo a carcajadas. A veces, en medio de la clase, a alguno de los alumnos se le ocurría marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la gradería los pasos del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos sentados llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones. En la clase se hablaba, se fumaba, se leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fue un problema echarlo...
La política no le resulta menos grotesca e inane. Sus decepciones le conducen a “un anarquismo espiritual, basado en la simpatía y la piedad, sin solución práctica ninguna”. La vida le parece carente de sentido. En su opinión, no es más que “una corriente tumultuosa e inconsciente, donde todos los actores representaban una comedia que no entendían”. Tras deambular por cafés, tablados y humildes casas de vecinos, concluye que “la piedad no aparecía por el mundo”.
Hurtado, cansado del ruido y de las gracias de los saineteros, fue a la cocina a beber un vaso de agua y se encontró con Casares y el director de El Masón Ilustrado. Este estaba empeñado en ensuciarse en uno de los pucheros de la cocina y echarlo luego en la tinaja del agua. Le parecía la suya una ocurrencia graciosísima.
—Pero usted es un imbécil —le dijo Andrés bruscamente.
—¿Cómo?
—Que es usted un imbécil, una mala bestia...
Hurtado se marchó a casa mal impresionado. Doña Virginia, explotando y vendiendo mujeres; aquellos jóvenes, escarneciendo a una pobre gente desdichada. La piedad no aparecía por el mundo.
Imbuido en un profundo desaliento, Andrés Hurtado acepta una plaza de médico en Alcolea del Campo, un pueblo manchego. Allí se topa con la España profunda: ignorancia, prejuicios, comida insana, intransigencia católica, rencillas absurdas, puritanismo histérico... Alcolea del Campo es un fiel reflejo de la España de la época: falta de sentido social, insolidaridad, enconos fratricidas, fatalismo, ausencia de metas, conformismo, resentimiento, hipocresía. La moral católica oprime las conciencias, lo cual no evita que circulen las novelas y las estampas pornográficas...
(El texto subrayado corresponde a la propuesta de examen sugerida abajo)
Las costumbres de Alcolea eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo.
El pueblo no tenía el menor sentido social; las familias se metían en sus casas, como los trogloditas se metían en su cueva. No había solidaridad; nadie sabía ni podía utilizar la fuerza de la asociación. Los hombres iban al trabajo y a veces al casino. Las mujeres no salían más que los domingos a misa.
Por falta de instinto colectivo, el pueblo se había arruinado.
En la época del tratado de los vinos con Francia, todo el mundo, sin consultarse los unos a los otros, comenzó a cambiar el cultivo de sus campos, dejando el trigo y los cereales y poniendo viñedos; pronto el río de vino de Alcolea se convirtió en río de oro. En este momento de prosperidad, el pueblo se agrandó, se limpiaron las calles, se pusieron aceras, se instaló la luz eléctrica...; luego vino la terminación del tratado, y como nadie sentía la responsabilidad de representar al pueblo, a nadie se le ocurrió decir: «Cambiemos el cultivo; volvamos a nuestra vida antigua; empleemos la riqueza producida por el vino en transformar la tierra para las necesidades de hoy.» Nada.
El pueblo aceptó la ruina con resignación.
-Antes éramos ricos -se dijo cada alcoleano-. Ahora seremos pobres. Es igual: viviremos peor; suprimiremos nuestras necesidades.
Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo.
Era natural que así fuese; cada ciudadano de Alcolea se sentía tan separado del vecino como de un extranjero. No tenían una cultura común (no la tenían de ninguna clase); no participaban de admiraciones comunes: sólo el hábito, la rutina, les unía; en el fondo, todos eran extraños a todos (...)
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres, en sus casas; el dinero, en las carpetas; el vino, en las tinajas (...)
Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable, sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección.
Esa perfección se conseguía haciendo que el más inepto fuera el que gobernara. La ley de selección en pueblos como aquel se cumplía al revés. El cedazo iba separando el grano de la paja, luego se recogía la paja y se desperdiciaba el grano. Algún burlón hubiera dicho que este aprovechamiento de la paja entre españoles no era raro. Por aquella selección a la inversa resultaba que los más aptos allí eran precisamente los más ineptos (...)
- ¡Qué hermosa sería una revolución -decía Andrés a su patrona-, no una revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una revolución de verdad.
... vuelve a Madrid, donde los periódicos anuncian la inminente guerra de Cuba. Casi todo el mundo se burla de los estadounidenses, comentando que huirán como conejos. Andrés se encuentra con su tío Iturrioz en la calle y este le comenta que la Armada española carece de recursos para hace frente a Estados Unidos, un coloso militar. Su predicción se cumple, pero la derrota apenas afecta a los españoles. Su patriotismo exaltado se disuelve ante la expectativa de acudir al teatro o los toros. Andrés siente deseos de ametrallar a la multitud y se pregunta cómo es posible que las mujeres aún deseen tener hijos. Piensa que España es un país de chulos y juerguistas con un yo hipertrofiado. Cada vez más antisocial, odia al rico, sin sentir simpatía por el pobre. Logra un empleo como médico de higiene, lo cual agrava su pesimismo, pues visita los barrios más pobres, llenos de burdeles y tascas mugrientas.
Doña Virginia dijo a sus visitantes que aquel día estaba de guardia, cuidando a una parturienta. La comadrona tenía una casa bastante grande con unos gabinetes misteriosos que daban a la calle de la Verónica; allí instalaba a las muchachas, hijas de familia, a las cuales un mal paso dejaba en situación comprometida . Doña Virginia pretendía demostrar que era de una exquisita sensibilidad.
—¡Pobrecitas! —decía de sus huéspedes— ¡Qué malos son ustedes los hombres!
A Andrés esta mujer le pareció repulsiva. En vista de que no podían quedarse allí, salió todo el grupo de hombres a la calle. A los pocos pasos se encontraron con un muchacho, sobrino de un prestamista de la calle de Atocha, acompañando a una chulapa con la que pensaba ir al baile de la Zarzuela .
—¡Hola, Victorio!— le saludó Aracil.
—Hola, Julio —contestó el otro—.
¿Qué tal? ¿De dónde salen ustedes?
—De aquí; de casa de doña Virginia.
—¡Valiente tía! Es una explotadora de esas pobres muchachas que lleva a su casa engañadas.
¡Un prestamista llamando explotadora a una comadrona! Indudablemente, el caso no era del todo vulgar.
La policía acepta los sobornos de los proxenetas, garantizando su impunidad... Asiste a Rafael Villasús, un autor teatral ciego que agoniza en una buhardilla miserable. Su corte de literatos celebra su penuria, asegurando que es el tributo del arte. Baroja hace un retrato despiadado de la bohemia, calificando de majaderos a los artistas que inmolan sus vidas por la quimera de la gloria. La alusión a Valle-Inclán es evidente.
El reencuentro con Lulú cambia la vida de Andrés Hurtado. No sin vacilaciones, se casa con ella y empieza a realizar traducciones de artículos médicos, abandonando las visitas y consultas. Su perspectiva de España sigue siendo amarga: faltan laboratorios y sobran iglesias. Menos sol y más ciencia.
Y ese mejoramiento sólo lo puede dar la ciencia (...)
Aplicar los conocimientos de la ciencia en general a todas las llagas sociales (...) Poner al descubierto las miserias de las gentes del campo, las dificultades y las tristezas de millares de hambrientos (...)
Y después de esto, llevar a la vida las soluciones halladas (...) no mostrarlas fríamente, sino propagarlas con entusiasmo, defenderlas con la palabra y con la pluma (...)
(De 'El manifiesto de los tres')
Y nada de religión.
La religión y la moral vieja gravitan todavía sobre uno —se decía—; no puede uno echar fuera completamente el hombre supersticioso que lleva en la sangre la idea del pecado.
Andrés vive como un erizo, rehuyendo el contacto social. Cultiva la ataraxia y se considera afortunado con su mujer, pero la fatalidad se ensaña con él. Lulú fallece tras dar a luz a un niño muerto y él se quita la vida, envenenándose. Al observar el cadáver, su tío Iturrioz exclama: “Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía”. Un médico presente murmura: “Pero había en él algo de precursor”. ¿De qué? De ese espíritu crítico que caracterizó a los noventayochistas...
Algunos opinan que ha pasado la hora de Pío Baroja, pero yo creo que su individualismo radical no ha perdido un ápice de actualidad.
PROPUESTA DE EXAMEN
PREGUNTAS:
1ª Indique las ideas del texto y exponga esquemáticamente su organización. En la puntuación de esta pregunta se tendrá en cuenta: a) la identificación de las ideas (hasta 0,5 puntos); b) la exposición de su organización (hasta 0,5 puntos); y c) la indicación razonada de su estructura (hasta 0,5 puntos).
2ª Indique y explique la intención comunicativa del autor (0'5 puntos), y comente dos mecanismos de cohesión que refuercen la coherencia textual. (1 punto)
3ª ¿Cree usted que la sociedad española de hoy también es conformista, resignada, y que la influencia de la religión sigue siendo demasiado importante? Elabore un texto argumentativo, entre 200 y 250 palabras, respondiendo a la pregunta, eligiendo el tipo de estructura que considere adecuada. Se amplía hasta 250 palabras la extensión del texto argumentativo. (2 puntos)
4ªa Identifique la categoría gramatical y la función sintáctica de las palabras señaladas en el fragmento (negrita) (1'5 puntos):
4ªb Explique el significado de las siguientes expresiones (1 punto):
- Por falta de instinto colectivo, el pueblo se había arruinado.
- Aquel estoicismo acabó de hundir al pueblo
5ªa La narrativa española hasta 1939. Se modifica la calificación de la pregunta 5a, que pasa a tener 1,5 puntos; por el contrario, la pregunta 5b pasa a tener 1 punto, de modo que en las propuestas se habrán de contemplar dos).
5ªb Describa y comente la personalidad del personaje Iturrioz en 'El árbol de la ciencia' (1 punto).
ENTRADAS DE APOYO:
ELABORAR UN DISCURSO ARGUMENTATIVO
(El modelo de examen para la prueba de acceso y admisión a la Universidad ha sufrido algunos cambios en la asignatura de Lengua Castellana y Literatura. Uno de ellos ha sido la sustitución del comentario crítico por la elaboración de un discurso argumentativo que responda a una pregunta previamente planteada... algunas pautas que pueden ayudar a la redacción de ese texto. (...) Imaginemos que estamos defendiendo la tesis de que la Educación, el Conocimiento, constituyen los pilares fundamentales de una sociedad. Podríamos acordarnos de Sócrates y apuntar que según el filósofo griego, "La ignorancia es el único mal")
APUNTE SOBRE LA INTENCIÓN COMUNICATIVA
(En las nuevas directrices para PEvVAU en Andalucía, la primera parte de la segunda pregunta dice así: "Indique y explique la intención comunicativa del autor..." Lo primero que podríamos hacer es imaginar que tenemos al autor del texto delante y que le podemos hacer la siguiente pregunta. "Oiga, ¿usted qué pretendía al escribir este texto?" El autor se vería obligado a contestar en primer lugar con un verbo en infinitivo: advertir, denunciar, reflexionar... podríamos dividir la respuesta a la pregunta planteada en dos partes...")
ENTRADAS RELACIONADAS:
("Si alguna persona devota le reprochaba la inconveniencia de sus palabras, el cura cambiaba de voz y de gesto, y con una marcada hipocresía, tomando un tonillo de falsa unción, que no cuadraba bien con su cara morena y con la expresión de sus ojos negros y atrevidos, afirmaba que la religión nada tenía que ver con los vicios de sus indignos sacerdotes")