Alojo aquí algunos fragmentos de la novela, o relato largo, que se encuentra ahora, la pobre, en el final de un torpe proceso de revisión. Uno de ellos está acompañado del montaje literario- musical que hicimos desde Musikawa. Dos locos me acompañaron, y me sostuvieron, Santi Ortiz y Antonio Calvillo. Los textos escogidos para esta presentación fueron leídos en las tertulias literarias 'Las contras der Guerrita", en Sanlúcar.
"... dejar que esas letras indiscutibles se introdujeran como un veneno agradable en el interior de mi cuerpo. Tangos y más tangos. Seguían sonando sin parar.
Yo mismo me había convertido en materia de tango. Los límites de mi cuerpo se confundían plácidamente con la substancia fonética como si alguien hubiera mezclado células y sonidos para conformar un tejido nuevo de elasticidad imposible; las palabras se habían quedado colgadas en el aire, ocupándolo todo..."
DEL INICIO...
... ese morbo barriobajero del que tanto disfrutan ustedes será dosificado prudentemente, como marcan los cánones de la literatura bien hecha, esa que ustedes tanto detestan. Además, si siguiera insistiendo por ahí, esto que ahora comienza se convertiría en una novelita sucieja de humor negro y escatológico, cuando mis verdaderas intenciones apuntan hacia cimas mucho más altas y bellas: las relaciones, siempre complejas, entre el Ser, el Lenguaje y esta sociedad tan gilipollas, habitada inopinadamente por multitud de individuos imbéciles...
... creo que, aunque tímidamente, quería entrar al trapo, deseaba discutir sobre el concepto de verosimilitud, y esta posibilidad me animaba a continuar con la conversación, ya que de ella podría nacer alguna reflexión curiosa acerca de las palabras y su relación con la verdad. Sentí un pequeño escalofrío de placer al pensar que aquel pobre bobo podría servirme, a modo de frontón, para cavilar, para repensar mis creencias sobre el Ser, sobre el Lenguaje; estaba empezando a comprender la utilidad práctica de esos psicoanalistas que le ayudan a uno -eso sí, interviniendo poco, ocupando casi el lugar del muerto- a ejercer consigo mismo la función fática, la más crucial de las funciones del cuerpo humano, ya que es la única que puede esquivar la locura, cuando esta comienza a asomarse por la ventana...
... pensaba utilizarlo directamente para hablar yo, y esperar pacientemente, como un cazador experimentado de noche en la espesura del bosque, sus pequeñas intervenciones, de las cuales, si yo estaba lo suficientemente lúcido, podría sacar sabrosos apuntes indirectos para mis reflexiones principales, entre las cuales ya empezaba a contar el cambio de tonalidad en la voz de las personas simples cuando creen haber descubierto un atisbo de mentira. Sí, era maravilloso imaginar los movimientos juguetones de un cerebro que sueña ser inteligente. Podía apuntar ya que el tono al que me refería debería de tener un color algo azulado y que se percibiría como un lejano sonido cristalino, parecido al de algo bello cuando se rompe...
... Pero tenía que hacerme el loco. Debía hacerle creer que lo que acababa de decir era interesante, que esas teorías sobre el Mito, sobre el Logos, incluso sobre el Psicoanálisis llegaban vírgenes y engalanadas a mi casa y que yo me quedaba hechizado ante tamaña monumentalidad de discurso cognoscitivo. Sí, había que darle confianza para poder dar rienda suelta a su triste culturilla ramplona, ya amarilla.
DE LA CULTURA, DE ESCRIBIR…
- ¡Qué curioso, todo el mundo sabe que la lectura es buena en sí misma, y, sin embargo, usted dice con toda tranquilidad que "afortunadamente" dejó de leer!
- Esa valoración que has hecho de la lectura podría ser bastante discutible, si todo el mundo fuera lo suficientemente sincero, claro. Soy de los que piensan que no para todas las personas el acto de leer puede resultar positivo. Creo que esa idea es fruto de una sociedad cursi y biempensante que deja toda responsabilidad al amparo de un sistema educativo que al mismo tiempo es aplastado con los endemoniados conceptos de libertad e igualdad. (En este momento me hubiera gustado ensanchar mi rollo y haberle hablado de cómo se gastan las palabras perdiendo la memoria y, por tanto, el sentido..., pero estratégicamente sabía que no debía)
- ¡Vaya! ... ¿Y usted cuando dejó de leer? (No entró al trapo. Lo pillé en un renuncio, y eso me gustó. Ya tranquilizado volví con él a la pista de patinaje)
- Pues justamente cuando mi mujer me abandonó.
- No sabía que hubiera estado casado.
- Ni yo tampoco... quiero decir que no me di cuenta.
- ¿Y cuándo le dejó? Perdone, responda sólo si quiere, a lo mejor no le apetece...
- No hombre, por Dios, no te preocupes. Se largó cuando yo me quedé paralítico. Pero supongo que fue sólo una coincidencia. (Un indiscreto dejo de lástima pareció reflejarse en su rostro)
- Vaya, lo siento. Pero creo que no lo entiendo bien, ¿por qué dejó de leer cuando ella se fue?
- ¡Hombre, para mí fue toda una liberación! Ella me introdujo sin piedad un montón de ideas locas en la cabeza. Verás, ella es socióloga y da clases en la Universidad, ¡coño! hace poco ha publicado un libro que por lo visto ha sido muy ponderado en varias revistas de psicología, se llama 'El travestismo en la sociedad moderna. Orígenes, procesos y posibles soluciones', o algo así. Sus clases magistrales siempre están abarrotadas de alumnos deseosos de beber ansiosamente de las fuentes del saber. Incluso aparece de vez en cuando por la televisión, en esas interesantes tertulias matinales que intentan hacer más agradable la vida de las amas de casa.
Pues bien, ella me obligó a leer un sinfín de libros, martilleaba mi espíritu todos los días diciéndome que, si no leía, siempre sería un tipo vulgar -un día cambió el adjetivo "vulgar" y me amenazó vaticinando que me quedaría "plano" el resto de mi vida-, que no era merecedor de vivir con un exponente de la cultura universitaria, como ella era, y, lo que es peor, que ella misma corría el peligro de ver como su espíritu renacentista se veía encorsetado -nunca entendí porque utilizaba esta palabra- por los efectos nocivos de mi compañía. Logró cambiar totalmente la estructura de mi vida, la cual antes estaba perfectamente diseñada: el alcohol y el cine eran capaces ellos solitos de dar un sentido al paso de las horas, no necesitaba otra cosa, es más, dudaba de que hubiera otra cosa.
La muy testaruda consiguió además algo increíble: que yo me matriculara en la carrera de Filología Hispánica, fíjate que gilipollez. Cuando me vi en aquella facultad, con una instancia en la mano, y rodeado de imberbes, pensé que la cosa había ido demasiado lejos, pero como siempre he sido un tipo muy pasivo, no tuve fuerzas para oponerme. Tuvo que ser el curso natural de los acontecimientos el que ejerciera una vez más de liberador de mi persona.
- ¡Joder! ¡Uy, perdón!... Y... ¿no siente nunca nostalgia de esas lecturas, de esos conocimientos?
- Todo lo contrario. Intento desprenderme de ellos para volver a sentirme puro. Lo que ocurre es que a veces esas citas, esas referencias de las que hablabas se presentan sin avisar en mi cabeza, provocando que mi mente se sienta extranjera en su propia casa. Cuando las veo allí, tengo la misma impresión que produciría el hecho de encontrarse la mantequilla en el lugar donde normalmente tendría que estar el cepillo de dientes...
Quizás estés pensando en la mecánica cuántica, y en su bastardo engendro, el concepto de probabilidad, pero yo soy un ser que piensa, y no simplemente un átomo y, por tanto, puede ser que las condiciones que en un momento dado yo considero iniciales sean realmente características disipadas de una estructura mental en estado de no-equilibrio. Aunque suene a cachondeo, todos deberíamos admitir que a veces pasamos por estados cuánticos excitados.
- ...
- ...
- ...
- Pues sí, como lo oyes, cuanto más intentaba ella desalienar mi vida, más enajenado me sentía yo. Recuerdo que hubo rachas durante aquella época en las que incluso me convenció de que yo tenía cierto talento para la escritura, y allí me tenías a mí, como un gilipollas intentando rellenar una página en blanco. Ahora lo recuerdo todo como una película en blanco y negro: aquellas noches de insomnio en las que a la luz de un mísero flexo buscaba como un loco el secreto que hiciera posible que unas cuantas palabras juntas tuvieran sentido, y ella, ¡ay, ella!... ella mirándome desde el quicio de la puerta con ese gesto antiguo de complacencia feliz con el que los viejos maestros de escuela observaban a los alumnos torpes. Todavía me escuece el alma cuando me acuerdo. En fin, ya pasó. Si no me equivoco, aún debe andar por ahí alguno de esos relatos...
- ¿Ah, sí? Me gustaría leer alguno, si a usted no le importa.
- Quizás en otro momento, ahora me encuentro algo cansado.
Con esta última frase me despedí aquel día. La pronuncié muy pausadamente, como un actor al final de una obra, y al ver su cara de desconcierto me sentí como el torero que después de varios pases, deja quieto al toro, le da la espalda, y acaricia con soberbia un gesto ciego lleno de orgullo.
Cuando se marchó, me quedé pensando durante unos minutos en la última chorrada que le había dicho. Y concluí que sería gracioso escribir cualquier tontería, enseñársela como si fuera uno de esos relatos antiguos, y esperar con emoción de neófito su linda opinión. Confiaba en poder hacerle sentir una gran pena por la triste pérdida de un talento prometedor.
Dado que me encontraba bastante fresco, nada cansado, decidí ponerme manos a la obra (claro que antes ingerí dos botes de potitos para recuperar la energía necesaria). Sabía que lo primero que debía hacer era seleccionar algunos modelos de escritor para introducirme en uno de ellos y experimentar de ese modo esa sensación especial que permite que un ser mortal se ponga tranquilamente a juntar palabras sin que por ello se sonroje o empiece a vomitar. Lo que buscaba al discurrir sobre tipos de escritor no era una cuestión de estilo, ni por supuesto temática, sino formas de escribir, quizás "formas" no sea la palabra correcta, más bien, situación mental de la persona ante el hecho de la escritura, por qué se pone uno a escribir, qué tipo de aditamentos se necesitan para sentarse y empezar, ¿cómo se lo pasa uno escribiendo? Me disponía a interpretar un papel y necesitaba, por tanto, los apuntes apropiados, algo que me permitiera creer en el personaje.
Por mi mente aparecieron sin anunciarse los rostros cansados de varios escritores. En primer lugar llegaron conversando amistosamente Cervantes y Poe, detrás de ellos apareció Flaubert, con cierto aire de angustia en su rostro, y, por último, corriendo desesperadamente, como muy ilusionado ante la posibilidad de prestarme su persona como modelo, apareció uno que al principio no reconocí. Se trataba de Arturo Pérez Reverte. No entiendo cómo pudo pasar: yo estaba pensando en escritores, en literatura, y de repente va este tío y se cuela por allí con toda su pose de croissant afgano, ni que decir tiene que después de echarlo a voces, cerré resolutivamente los ojos ante el temor de que cualquier otro loco engreído pudiera surgir de la nada y demandar sin fundamento su papel en la vida. Temblaba al pensar que mi cerebro se pudiera convertir en un casting loco en el que coincidieran todos esos ligeros mequetrefes que sin mérito alguno aspiran al papel del personaje principal.
Me quedé con los tres primeros. Al primero que descarté fue a Flaubert, por ser demasiado neurótico, claro. Lo único que me faltaba a mí era vagar como un demente por toda mi casa, buscando palabras perdidas, o inexistentes, debajo de los muebles. Seguidamente, aunque con amabilidad, dejé a un lado a Allan Poe. Su supuestas excursiones por el alcohol y las drogas me resultaban demasiado cercanas como para incentivar la construcción de un personaje, yo ya no estaba para esos trotes y, además, pasar las noches de taberna en taberna, escuchando tontas historias de borrachos, creyendo que en cualquier sucio rincón podría encontrar la esencia única y terrible del alma humana, me parecía ahora una completa estupidez.
Sólo Cervantes despertaba mi curiosidad y animaba mi trabajo de actor. No podía idear, ni siquiera de una forma aproximada, cuál pudo ser su actitud a la hora de escribir. Pero creía tener un punto de apoyo acertado: siempre que intentaba imaginar a Cervantes sentado a la mesa, con una pluma en la mano, lo veía sonriendo, disfrutando con aquello que acababa de producir, como si un desdoblamiento asombroso le permitiera gozar simultáneamente de dos papeles, el de escritor tranquilo por un lado, y el de lector feliz, por otro, supongo que él podría demostrar sin lugar a dudas que realmente es posible unir el acto de la creación y el del goce contemplativo con el pegamento invisible del distanciamiento irónico y risueño. Parecía Dios.
Sólo me quedaba decidir el asunto. Aquí no hubo ninguna duda, ya que Samuel Beckett siempre me ha parecido la persona más sincera de estos últimos siglos. Y, de todas formas, en caso de ponerme a bromear con las palabras, sabía que solamente ellas y yo podíamos ataviar motivos serios para la acción. Fui al water, cagué tranquilo y contento, a gusto conmigo mismo, volví a la sala y, sin pensar en nada, solté alegremente mi mano para que sin pudor alguno pariera unos cuantos párrafos que no tendrían ningún sentido, pero que probablemente resultarían aparentes, ya saben a qué me refiero.
No había pasado media hora cuando mis dedos se detuvieron satisfechos. No encontré ninguna razón para leer lo que acababa de pasar. Me fui feliz a la cama, con una conciencia proyectada, algo más que tranquila.
Sin embargo mis sueños no fueron tan sosegados. Cientos de sentencias llenas de soberbia se arremolinaban a mi alrededor como vampiros desesperados por chupar mi intelecto. Ahora supe lo que Johnatan Harker pudo sentir la noche del 16 de mayo. Aquellos pensamientos malignos coqueteaban de forma voluptuosa con mi psique desquiciada pero, a diferencia de mi colega, ningún jefe especial apareció por allí para distraerlos con algún alimento más conveniente.
Viejas máximas disfrazadas de mujeres hermosas, axiomas sin sentido que mostraban sus dientes de acero, promiscuas reflexiones besaban mi cuerpo como gatas en celo... Una maldita frase alemana parecía capitanear a las demás. Se trataba de un viejo y conocido aserto procedente de un llamado poeta, "La palabra es el falo del espíritu".
Esta cantinela sonaba machaconamente en mi cabeza, mientras otras no menos terribles marcaban un siniestro compás; entre ellas había dos en especial que parecían sincronizarse como dos amantes utópicos, "Hace tiempo que estáis familiarizados con lo que queréis decir cuando usáis la expresión ser, nosotros también creímos alguna vez que lo sabíamos, pero ahora, sin embargo, nos encontramos con que no lo sabemos", cada vez que sonaba era como si la amenaza más terrible se hubiera posado sobre mí, y "El sentido de un término no es otra cosa que la historia de su constitución (...), el término es sólo término para aquel que desconoce su sentido", una espantosa burla, como la del que descubre riendo su propia trampa, y que llegaba descansada para dotar de sentido a todas las advertencias posibles.
Miedo, miedo… sobre todo porque podía ver perfectamente cómo todas estas palabras bailaban dentro de mi cerebro y escupían premeditadamente en los únicos rincones que aún permanecían limpios. Hubo un momento en que me percaté de que se trataba de un mal sueño y pude haberme despertado, sin embargo, no lo hice, no comprendo por qué, pero el caso es que preferí seguir allí, sufriendo.
Finalmente abrí los ojos tembloroso, y de la misma forma en que una niña pequeña agarra su oso de peluche en esas noches en que el universo es sólo oscuridad, yo agarré el teléfono y le llamé.
DEL HECHO DE MOSTRARLE A ALGUIEN LO QUE UNO HA ESCRITO...
Mientras él leía, todo el juego se volvió en mi contra. Hay cosas que realmente no tienen explicación y, sin embargo, ocurren.
Volví a experimentar un sentimiento completamente absurdo por culpa de este sujeto, como si las balas de un argumento burlesco pudieran rebotar en el objeto de la broma y poner en peligro la vida del sujeto creador, para nada omnisciente desde este justo momento. Si yo era el que le estaba tomando el pelo, con la tontería del relato, ¿por qué coño estaba nervioso? ¿Por qué cojones temía encontrarme con una opinión desfavorable proveniente de un tipo cuyos pensamientos me importaban un carajo? Supongo que la vanidad tiene mucho que ver en este asunto, pero no puede ser suficiente.
Es cierto que el fondo del alma de una persona puede ser un cajón cerrado con trece llaves, pero, de todas formas, me extrañaba sobremanera que un individuo como yo pudiera albergar en su interior algo parecido al orgullo.
Quizás, el hecho de la escritura marcaba la diferencia. No me habría asustado si le hubiera enseñado un jarrón o algo por el estilo, pero palabras, mis palabras, las que yo había parido… mis hijitas... Creo que no hay mayor sensación de desnudez en la vida que la que se produce cuando una persona le muestra a otra algo que ha escrito. Y yo me había desnudado, para burlarme o para lo que fuera, pero me había desnudado. Él, vestido y calentito, observaba tranquilamente las partes desnudas y privadas de mi anatomía mental.
Cuando lo miraba de reojo para vigilar su expresión, una estúpida sonrisita abofeteaba mi voluntad; no podía saber si aquella sonrisa significaba placer de la lectura o, por el contrario, lo único que hacía era esconder un "menudo gilipollas el tullido este". Aquella duda corroía mis jugos biliares y por segunda vez sentí deseos de matarle. Intentaba seguir mentalmente el curso de su lectura y, como si acabara de descubrir que no era una pesadilla, que era verdad, caí en la cuenta de algo terrorífico, algo de lo que no me había percatado mientras escribía: aquel relato estaba claramente influenciado por la relación que mantenía con la persona que lo estaba leyendo. Podía ser que él fuera el encargado de hacérmelo notar oficialmente. Quise morirme.
DE LA NOCHE PREVIA A 'TANGO TREMENS'
Estaba cansado y no tenía hambre. La única opción que me quedaba era ver una película. Como tampoco tenía ganas de decidir, dejé que mi mano alcanzase al tuntún la primera cinta que quisiese, nada estaba ordenado en mi reino, no había trampa. El azar, que a veces se comporta como un abuelo bonachón (a pesar de la ironía que Bioy Casares hizo sobre él, “el azar, buen recurso para no tener que dar explicaciones demasiado largas”), me ofreció un plato exquisito, 'La noche del cazador', de Charles Laughton.
Gracias a Robert Mitchum y a la tierna música que servía de soporte a la cacería, recuperé gran parte de mi optimismo. Volvía a aprender que la pesadilla es el único camino posible de vuelta a la infancia y que sólo los monstruos y los santos son capaces de comprender el alma de un niño, las demás clases de personas nada tienen que ver con ellos. Yo había elegido el papel del monstruo y es por ello que tenía todo el derecho del mundo a disfrutar con lo siniestro, el hogar y el miedo, la infancia y la muerte; por esa misma razón, a aquella mujer y al Predicador -a mí- les unía un invisible hilo de complicidad, una extraña solidaridad que iba más allá de sus papeles opuestos. El maravilloso dueto que realizan, 'Leaning on the everlasting arms', mientras él acecha y ella resiste se ofrece como un punto cercano, furtivo, del Universo en el que el Cielo y el Infierno se retuercen placenteramente, como en un amor que no se quiere reconocer, para poder darse la mano y así mostrarnos la verdadera cara de la Belleza, como en un "fuego helado", como un "hielo abrasador", como si se tratase, en fin, de una "dulce herida".
Rebobiné la cinta para buscar un primer plano de Mitchum que fuera lo suficientemente alargado y ambiguo. Cuando di con él, presioné el botón de pause. Decidí que aquella cara dominaría mi sala de estar durante el resto de mis días. Sabía que este nuevo proyecto de decoración religiosa me obligaría a comprar, al menos, otra televisión y otro vídeo, pero no importaba, ya me relamía de gusto imaginándome en el sofá, despertándome y encontrándome de sopetón con aquel careto demoníaco.
La intensidad de tanta emoción consiguió sin pedírselo que apareciera un cansancio feliz y sincero. Ahora sí podía irme a dormir, sabiendo además que mi ángel de la guarda velaba mis sueños desde la sala de estar.
En la mesita de noche me estaban esperando, como tres amantes viciosas, las tres raciones de lectura que últimamente me acompañaban en mis primeras horas de cobijo en la cama. La primera -a la que dedicaba casi dos horas- era 'Palabras e Ideas: el léxico de la ilustración temprana en España (1680-1760)', escrito por un gran empollón no exento de cabeza y con nombre de noble romántico, como si fuera un personaje del mismísimo Duque de Rivas, Pedro Álvarez de Miranda. Este libro, redactado con el encanto de un cuentecito infantil, sirve fundamentalmente para estar atentos a la invasión de los amos en el cuerpo del lenguaje, "... Pues, en efecto, no solo nos interesará el uso que los primeros ilustrados hicieron de unas determinadas palabras, sino también el que hicieron de ellas los representantes de la mentalidad antiilustrado, que desde muy pronto dejó oír su voz. Por lo que hoy conocemos puede ya adelantarse que esta facción, más que cultivar un vocabulario propio, practicó una doble estrategia consistente, unas veces, en apropiarse del léxico de sus oponentes, y otras, en someterlo a un proceso de deformación, mistificación o, en ocasiones ridiculización de su sentido..."
Esta constatación, salpicada con los oportunos ejemplos dolorosos de la actualidad sociopolítica, hacía que odiara todavía con más fuerza a todos los seres que me rodeaban. Pero no odiaba particularmente a los malos, odiaba a los imbéciles que no se perciben de la existencia de los malos. Mi odio no era nada heroico. Era simplemente un paso más hacia la legítima aspiración de ser malo.
Cuando me cansaba de leer interesantes biografías de palabras -felicidad, novedad, utilidad, nación, patria, fanatismo, civilización- pasaba a la segunda lectura que, como no podía ser de otra manera, era 'El Innombrable', de Samuel Beckett. Llevaba leyéndolo treinta años seguidos y siempre permitía que se apoderara de mí como si fuera la primera vez. Cuando aquellas palabras pasaban delante de mis ojos, imaginaba que estaba leyendo mi propio diario, a todos nos gusta que alguien hable de nosotros.
La tercera lectura no era una ración propiamente dicha, más bien se trataba de una suerte de chucherías. Me refiero a los cómics, que terminaban de dar a mi espíritu el hervor adecuado para acometer con buena disposición la realidad del sueño. No eran cómics de calidad. Los de esa clase, con su afán esteticista, me resultaban pedantes, fríos, cursis. Los que a mí me entretenían -como ustedes fácilmente imaginan- eran los indecentes, los guarrindongos, esos que amparan con la dignidad propia de un viejo presidiario las miradas furtivas de los visitadores anónimos de kioscos. Son comics rebosantes de autenticidad, recogen con gracia ilustrada algunos resortes imperecederos de la sabiduría popular y tratan con una gran sinceridad plástica el único tema eternamente ligado al lenguaje: el sexo. Con esta tercera fase de lectura aparecían, normalmente, las primeras luces del día -y a veces otras cosas que para nada eran consecuencia directa de mi voluntad consciente.
Os dejo también el montaje literario-musical que hicimos sobre el fragmento 'Tango Tremens' (el texto lo tenéis debajo del audio) en Musikawa. Ese trabajo pudo ser realizado gracias la inestimable colaboración de Santi Ortiz, en la interpretación del personaje, y a Antonio Calvillo, en la producción, grabación, montaje y selección musical. Sin ellos no habría sido posible. El montaje fue publicado originalmente en MUSIKAWA Era desagradable la voz que me despertó con crueldad aquella mañana de espanto y placer. Esa mujer de inabarcable humanidad, de presencia infinita, ese monstruo que venía a limpiar no tenía ningún problema para entrar en mi casa entonando, a grito pelado, coplas de Isabel Pantoja mezcladas sin solución de continuidad con otras de Perales. Cada vez me molestaba más su presencia. El hecho de que yo fuera paralítico le otorgaba, al parecer, una especial dosis de bondad, pero para mí era insoportable su familiaridad al acercarse a mi catre; metía contenta su nariz portentosa en la podredumbre de mi guarida y cogiéndome en brazos con aires de falsa misionera, me hacía sentir como nadie la insignificancia de mi persona. Creo que también quería matarla. Me dejó encajado, como si fuera un bebé, en mi silla de ruedas, (harta ya, ésta, de mis nulos combates contra el deseo feroz) y después, con insultante alegría, limpió a voces toda la casa. La imagen del bebé no es simple retórica, en aquellos momentos, mientras ella limpiaba, me sentía realmente como esos niños de ocho meses que recién despertados son introducidos en un parque mientras sus madres, despreocupadas, se dedican con interés a otras tareas de importancia menor. Una vez terminada su faena y antes de irse, me soltó, como siempre, aquel discursito en el que confluían de modo asombroso el tono doméstico y el moral. Ya en la puerta, y con su eterna mirada navideña, se despidió de mí diciendo: “¡Ande y cuídese mucho, que un día nos va a dar un susto que yo no sé…!”. Era el remate perfecto: ese “nos” inexistente cubría la más gélida de las humillaciones y aparecía como un reflejo inevitable de su maldita compasión.
Cuando se marchó, no me quedó otro remedio que pasar el resto de la mañana escuchando los tangos más decrépitos que pude encontrar en esta desordenada habitación. Antes de hacerlo, realicé una necesaria actividad previa para que todo el encanto de la derrota se apoderase sin dudar del aire de mi casa: durante más de una hora estuve fantaseando, como un adolescente bobalicón, con mi propia muerte, con el entierro, con la arrogante negrura de la tierra; repasé algunos sucesos de mi infancia que en la lejanía del tiempo parecían connotar momentos de felicidad perdidos para siempre. Hice todo lo que pude, insistiendo especialmente en el tema de la muerte, en el maravilloso funeral al que los seres que me abandonaron acudían arrepentidos para depositar sin fuerza sus vanos llantos tardíos. Y cuando las primeras lágrimas resbalaron por mis mejillas, supe que ya podía escuchar la primera andanada de tangos demoledores.
Como era lógico, Yira abrió con su fuerza incontestable mi extraña fiesta privada, “…cuando te dejen tirao, después de trinchao, lo mismo que a mí… cuando estén secas las pilas de todos los timbres que vos apretás, buscando un pecho fraterno para morir abrazao… no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor…” Debo admitir que la insolente belleza de ese agujero negro ha hecho resbalar mi cordura en más de una ocasión. Para mí, escuchar Yira es como jugar a la ruleta rusa. A continuación, y para terminar de coger el justo ritmo depresivo, escuché Cuesta abajo, título éste tan evidente, que a veces dan ganas de concentrarse sólo en esas dos palabras, como si todos los demás sonidos fuesen una redundancia innecesaria, pero no, el regustillo amargo que sus versos dejaban se convertía en algo más que una cuestión personal, “Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser…”
Cada vez me encontraba mejor, los dos primeros tangos habían conseguido canalizar correctamente la propuesta de la madre Teresa. Mi tristeza parecía sentirse a gusto en aquel santuario de la depresión y yo comenzaba a comprender una vez más el goce que produce eso que algunos llaman morbo. El carácter neurótico de este tipo de placer ya ha sido estudiado con anterioridad, pero dudo que nadie haya concebido una praxis con semejante grado de planificación operativa. El simple chispazo de aquella gorda sirvió para encadenar tiempos invisibles en los que lo único que hice fue escuchar tangos, tangos sin parar. Seguía inspirado y como una consecuencia lógica de los dos tangos anteriores apareció majestuosa la mejor frase exponente de la voluntad imperativa de una persona, Esta noche me emborracho.
No esperé a la noche. Mientras aquella voz rajaba con gusto la irrealidad de mi vida esparcida sin tino por aquellos rincones, me dirigí a la despensa para cazar con demencia tres botellas de vino tinto, del tipo peleón. A mi regreso, la representación había adquirido ya verdaderos tintes melodramáticos; para no perder comba destapé la primera botella y de un solo trago bebí más de la mitad. Justo en ese momento aquel argentino ilustre levantó su voz y mirándome directamente a los ojos me espetó, “… parecía un gallo desplumao, mostrando al compadrear, el cuero picoteao…” Automáticamente coloqué la imagen de mi exmujer en aquella escena. Nunca llegué a la locura por ella, ni siquiera hace diez años, pero de todas formas era un gustazo imaginarla desquiciada, hecha un cachivache, vestida de pebeta, coqueteando su desnudez, en fin, verla como una fulana caduca despertando los insultos y risas de sus compañeros cultos y ñoños de la universidad.
Me estaba entusiasmando y los simpáticos efectos del vino acompañaban hábilmente mi crecida euforia sentimental. Sí, bebí como un hombre de verdad, no como esos maricones de ahora que dándoselas de sibaritas disfrutan bebiendo licores de calidad. Eso no es beber. El verdadero bebedor sabe que está realizando un acto trascendente, sabe que únicamente el vino agrio es coherente con el estado anímico del que se considera una mierda; no se distrae, sólo se concentra en los retortijones mentales capaces de comunicar directamente el dolor del hígado con el canto solemne de su alma que huye.
Justo en ese momento, en el que ya casi me había convencido a mí mismo -cualquiera tiene derecho a consolarse- de que el vino malo es más auténtico, más personal, que otras bebidas poseedoras de eso que ahora llaman “denominación”, aquel tipo genial se puso a entonar con un especial amago de falsete aquello de “… eche amigo más champán, que todo mi dolor bebiendo voy a ahogar…” (claro está que no osé discutir con él la superioridad del vino peleón con respecto al champán francés). “…Y si la ven, amigos díganle…” La verdad es que yo ni tengo amigos, ni quiero que digan nada a aquella adolescente menopáusica… pero, de cualquier modo, qué bonito es sentirse abandonado, qué hondo y maravilloso placer se oculta en la derrota, no me digan que no hay algo épico en ese orgullo lírico del que vive en soledad, perdido y arrogante en su miseria. ¡Ay, los tangos! Me cargué todas las botellas (Tomo y obligo, mándese un trago, de las mujeres mejor no hay que hablar…), y supongo que mi hígado, mientras aquellos tangos seguían sonando, cada vez de forma más definitiva. Aunque yo no lo percibía con claridad, mi estado debía de ser lamentable. Ya no podía seguir con mi voz despreciable aquellas dulces palabras argentinas; lo único que hacía era doblarme cada vez más y dejar que esas letras indiscutibles se introdujeran como un veneno agradable en el interior de mi cuerpo. Tangos y más tangos. Seguían sonando sin parar.
Yo mismo me había convertido en materia de tango. Los límites de mi cuerpo se confundían plácidamente con la substancia fonética como si alguien hubiera mezclado células y sonidos para conformar un tejido nuevo de elasticidad imposible; las palabras se habían quedado colgadas en el aire, ocupándolo todo.
Pensé abrir la ventana para que pudieran salir, pero no lo hice, preferí quedarme con ellas, jugando: las tocaba, las pesaba, las lanzaba hacia el techo para ver cómo regresaban, lentamente, a mi mano, las aspiraba y luego las expulsaba por la nariz, intentaba estrujarlas y entonces ellas se convertían en algo escurridizo y redondo, imposible de atrapar, eran indestructibles. A veces se agrupaban todas en un rincón de la habitación para acto seguido invadir de nuevo todo el aire, dibujando extrañas figuras en el firmamento de mi locura. Todo parecía un proceso irreversible que conduciría inevitablemente a mi metamorfosis, estaba convencido de que en pocos minutos yo sería simplemente una esquina más de cualquier barrio arrabalero de Buenos Aires, una anónima esquina en la que antiguos rumores de milonga se balancearan suavemente sobre la quieta luz de un farol.