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PACO DE LUCÍA, por Santi Ortiz

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"El escenario es sobrio. Un cuarto. Una silla. Una guitarra. Y el silencio...

Medio siglo buscándole el amor a la guitarra, acariciando sus cuerdas, peleándose con ellas, domándolas, dejándose llevar, descubriéndoles la luz y el sentimiento. Medio siglo tratando de sacarle sonidos a la vida y con ellos el misterio del dolor y el amor que tirita en el lenguaje musical del flamenco"


PACO DE LUCÍA

     El escenario es sobrio. Un cuarto. Una silla. Una guitarra. Y el silencio.

     Invisible, se nota también la presencia del tiempo: ocho horas diarias, durante la inmensidad de días que pueden caber con holgura en esa eternidad a escala humana que supone la friolera de cincuenta años. Medio siglo buscándole el amor a la guitarra, acariciando sus cuerdas, peleándose con ellas, domándolas, dejándose llevar, descubriéndoles la luz y el sentimiento. Medio siglo tratando de sacarle sonidos a la vida y con ellos el misterio del dolor y el amor que tirita en el lenguaje musical del flamenco.

     Hermano de la soledad, enamorado de arpegios, falsetas y trémolos, hijo de Antonio Sánchez Pecino, un tocaor que salía por las noches a buscarse la vida con la sonanta a cuestas a la espera de alguna reunión metida en juerga que le arrimara algún biyetiyo de curso legal y que, a la mañana siguiente, con las ojeras del poco sueño y el alterne, desplegaba sus dotes persuasorias en el mercadillo callejero de Algeciras, vendiendo quincalla, calcetines –¡A duro el par, niña!–, tejidos, lo que fuera, para poder mantener a su familia, a Paco lo conocían de niño como “el hijo de la portuguesa”, pues, su madre, Lucía Gómez González, había nacido en Castromarín, casi frente por frente a Ayamonte, con el Guadiana y sus esteros de por medio.

     El padre fue quien inició a Paco por el camino de la guitarra y el que le inculcó la férrea disciplina –a veces, salpicada de lágrimas– que serviría de base para que un chiquillo que cumplió los seis años balbuceando las primeras notas, creciera hasta convertirse en el número uno de la guitarra flamenca, en el mayor revolucionario que ha tenido este arte en toda su historia, en el colonizador que expandió como nadie las fronteras del toque flamenco en el universo musical, elevándolo a otra dimensión y codeándolo, en la mitología de los prodigios, con el arte de Chick Corea, de Al Di Meola, John McLaughlin o Carlos Santana, con los que compartió inolvidables improvisaciones que gestaron un intercambio cultural enriquecedor para el jazz, el rock, el flamenco y la música. 

       Y es que Paco tuvo siempre una mano escarbando en el pasado y otra tendida al futuro. Se nutrió de los grandes pilares de la guitarra flamenca, pasando primero por el obligado y básico mundo del acompañamiento, donde la guitarra se embadurna de duende y gime y llora y se encabrita con el quejío del cante, y luego la fue echando a volar por los espacios de la inspiración a desprecio de fronteras y lindes para vibrar en el aire limpio de la libertad más creativa.

     Estas innovaciones hay que entenderlas surgidas desde el más profundo y conmovedor respeto al flamenco. Hay unas palabras suyas que lo testifican: “Todo lo que hago es flamenco. Sobre todo cuando no hago flamenco.” Pero además, están los hechos, el testimonio desgarrado y auténtico de este hombre tímido, reservado, humilde, incapaz de solazarse en sus méritos; de este eterno inconformista, vigilante siempre de aquello susceptible de mejora, de afinamiento, de perfección; de este hombre nada pagado de sí mismo, que se refugió en el caribe, entre el mar y la jungla, la pesca y el sosiego, a fin de curarse de su propio personaje, de los tábanos de la fama y poder encontrar entre los suyos el ensimismamiento necesario para pasear con el tiempo cogido de la mano. Este hombre, un día de octubre de 1989, cuando la cultura del “pelotazo” hincaba sus dientes y garras en la Sevilla de la Expo 92, mandó al diablo a los popes de la cultura oficialista, al chauvinismo periodístico sevillano, al suculento cheque que iba a pagar su arte, y se cayó del cartel donde estaba anunciado junto a Plácido Domingo y Julio Iglesias, por considerar vejatorio el trato que se le había dado al flamenco con el poco relieve que en carteles y en la difusión del evento se le había concedido a su actuación. No fue nada personal, insisto, sino la rebeldía de su cariño ante un nuevo e intolerable acto de maltrato al flamenco, ese arte al que, por su origen popular, los pedantones al paño, los sordos de sentimiento, nunca concedieron el sitio que merecía; ese sitio que la sensibilidad, el virtuosismo y el alma musical del genio algecireño, ha conquistado para él. Porque Paco de Lucía, el hijo de aquel honrado buscavida que volvió a casa una madrugada con la guitarra rota por la patada de un señorito borracho, no sólo sacó al flamenco de aquellos cuartos de humillada sumisión, sino que le abrió las puertas de los más venerados templos artísticos, como el Teatro Real, de Madrid; el Tempodrom, de Berlín; y otros igual de prestigiosos, que vibraron con sus conciertos a lo largo y ancho de Europa y el mundo.
     Siempre el respeto. Respeto por las fuentes y los ríos de su arte y homenaje a sus intérpretes y creadores. Respeto y homenaje –y dolor, mucho dolor, no exento de rabia ante un candado de maledicencia– que llevaron a su guitarra a guardar durante más de un año un riguroso luto de silencio tras la muerte de Camarón, el otro genio coetáneo, con quejíosde azúcar disueltos en el alma, que, para Paco, fue siempre más que un amigo, más que un hermano y en el que encontró, artísticamente, el compañero ideal para cambiar el destino del flamenco, para convertir la magia  de sus antiguas cicatrices en otro asombro más oceánico y universal sin alterar en nada sus raíces.

     Ahora todo eso es historia. Hace unos días, allá en su paraíso de Yucatán, cuando no hacía un mes que nos había dejado su amigo y admirador, el poeta y flamencólogo Félix Grande, el corazón de Paco cerraba el estuche de sus latidos dando por concluida la función. Descanse en paz el hombre y pase su fama a ocupar el sitio que le corresponde en la inmortalidad. Los que nos conmovimos con su arte le estaremos eternamente agradecidos.


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