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'EL BARROCO DEL SIGLO XXI', por Santi Ortiz

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¿Cuántas páginas tendría que añadir Quevedo a las de sus Sueños... 
En este mundo al revés, donde para encontrar a Guzmán de Alfarache... y otros notables pícaros, hay que subir a los palacios...

donde hasta el lenguaje está prostituido y a las cosas se les pone el nombre que convenga para escamotear su condición, como “externalización” por “privatización”,  “daños colaterales” por “víctimas inocentes”, “régimen anterior” por “dictadura”, “democracia” por “dictadura de los mercados”


Andrés Rabago, El Roto

EL BARROCO DEL SIGLO XXI

     No sé hasta qué punto podemos llamar al viñetista El Roto, el Quevedo de nuestro tiempo, mas no hay duda de que la sátira amarga que empapa sus viñetas, la denuncia feroz de la situación social que padecemos, el humor vitriólico que estremece su obra, se corresponden en espíritu con los que, en su tiempo, llevaron a don Francisco a ser uno de los escritores más admirados, odiados y temidos de la historia.

     Tampoco es difícil establecer un paralelismo entre el pesimismo, el desencanto, el empobrecimiento económico de amplias capas de la Sociedad, el dominio del alto clero y la alta nobleza –ahora alta burguesía–, que cada vez acopian más riqueza en menos manos, el aumento de parados, vagabundos, pillos y jóvenes sin oficio ni beneficio, de aquel periodo barroco, y los que tienen lugar en la actualidad a raíz de ese golpe de estado capitalista, disfrazado de crisis económica, que nos está llevando a la ruina.

     Siglo de Oro, aquél; Siglo de Plomo, éste. Tanto en uno como en otro, la pérdida de ideales, de arraigo, de esperanza, convierten aquella centuria del XVII y la actual en un mismo y desolado paisaje moral, tétrico y despiadado, donde el hombre no pasa de ser mercancía en manos de los opulentos y la presa más codiciada de la desesperación. En cuatrocientos años, aquel poderoso caballero Don Dinero ha elevado su cotización hasta alcanzar el reino de los cielos diseñado por el dios Mercado.

     ¿Cuántos Rinconetes y Cortadillos no medran hoy encaramados a puestos de la Administración, donde ejercen lucrativamente su tráfico de influencias? ¿Cuántos Monipodios, como aquel padre de los ladrones de Sevilla, no estampan su firma en los consejos de administración de grandes empresas o entidades bancarias con el único norte de llenar su bolsa? ¿Cuántos de éstos no dejan sentir su influencia en los medios de comunicación –o sea: falsimedia– con tal de hacer pasar por bueno lo que no es sino hurto o atropello? ¿Qué cofradía puede hoy competir en número de hermanos con esta de Monipodio, compuesta por todos los maleantes que han podido entrar en ella bajo la sola condición de dejar los escrúpulos en la puerta?

     ¿Cuántas páginas tendría que añadir Quevedo a las de sus Sueños para contabilizar los banqueros que, peritos en etimología, hacen de las hipotecas la caja subterránea donde saciar sus ansias de rapiña; o la pesada carga de Botín arrastrando un apellido cobrado en tantos sitios; o de los fiscales que sólo piden cuentas para engrosar la suya; o de los periodistas que debían estar en cuarentena por lo que intoxican; o de altas damas que, por no ver lo que ocurre ante sus narices, serían dignas de encarnar a Justicia por ciegas; o de diputados y senadores que, de invertirse la rueda de Fortuna, harían llenar las arcas del Estado que antes vaciaron, en tanto que desangraban Suiza de los capitales que a ella evadieron; o de letrados que, tan privados de alma como de independencia, hacen pasar por méritos los delitos de aquellos que convienen al Gobierno o al Sistema o, en última instancia, pleitean por incluir sus nombres en esa caja de reclutamiento de indultos que mejor debería llamarse “de impunidad”; o de políticos que, hallando tantos méritos en sus propios partidos como faltas en los de la oposición, compiten en sumisiones, reverencias y engaños al pueblo con tal de acopiar votos que les permitan robar legalmente durante cuatro años, amén de lo que pudieran sacarse bajo cuerda; o de las cúpulas sindicales, tan exhaustas de defender a los trabajadores, que han olvidado lo que es eso o lo confunden con mantener a todo trance su cargo y su poltrona aun a costa de invocar apoplejías, ictus, muertes repentinas o puñaladas a competidores o críticos; o a tantas sotanas defensoras de la vida nonata, indulgentes con la pederastia, mas, sin embargo, enemiga de compartir la pobreza de este mundo por no quitarle sitio en el otro a los que aquí mal lo pasaren; o los tiranos que, en su ambición, huyen de lo justo y honesto pues les hacen parecer delincuentes; o los gobernantes que convierten los tributos e impuestos en cadenas con las que hacer doblar al pueblo, mientras “rescatan” con ellos a los usureros y eximen del gravamen a la Iglesia, que mantiene misericordiosamente “de gorra” su inmenso patrimonio, sus crucifijos justicieros y sus amenazantes pecados?

     En este mundo al revés, donde para encontrar a Guzmán de Alfarache, a Don Pablos, a Marcos de Obregón y otros notables pícaros, hay que subir a los palacios, a las grandes mansiones, a los lujosos salones y suites de los más acreditados hoteles; en este mundo donde la hipocresía campa por sus respetos en todos los ámbitos de la vida; donde la germanía de alta alcurnia habla lenguaje financiero, conduce autos de lujo y colecciona millonarias obras de arte; donde hasta el lenguaje está prostituido y a las cosas se les pone el nombre que convenga para escamotear su condición, como “externalización” por “privatización”,  “daños colaterales” por “víctimas inocentes”, “régimen anterior” por “dictadura”, “democracia” por “dictadura de los mercados”, “fuerzas de seguridad del Estado” por “cuerpos represivos del Estado”, “escrache” por “manifestación de pública denuncia de alguien a quien se quiere abochornar”… En este mundo, digo, Quevedo encontraría material sobreabundante para iluminarnos con nuevas páginas inmortales, al menos hasta que la versión moderna del conde duque de Olivares o del duque de Lerma, o la alargada sombra del Opus Dei o de los descendientes espirituales del anticristiano cardenal Segura, dieran con sus huesos en la cárcel y con su pluma en el silencio.

     A faltas de ingenios como el suyo, Andrés Rábago, antes Ops y ahora El Roto, continúa partiendo su quijotesca lanza en pro de la justicia y la cultura, ese bien espiritual que, a diferencia de los tiempos de Quevedo, hoy hacen pasar por mercancía, por objeto de consumo, condenando, de paso, al ostracismo a muchos artistas que, por serlo, no se pliegan a los intereses del mercado.

     En unos pocos años, nos han instalado sibilinamente en un nuevo barroco. El mundo que hace cuatro siglos se entendía como laberinto, hoy se nos aparece como espectáculo. Sin embargo, visto “de por dentro” y no juzgado por las apariencias, la corrupción, la injusticia, la prepotencia del poderoso, la falta de libertad de los ciudadanos, corren parejas a las que nuestros ascendientes padecían entonces. De aquel país en bancarrota, hemos dado a parar en éste igual o más arruinado. Los ladrones siguen robando para servir a Dios y a las buenas gentes, y, si entonces estaba bien visto no meterse “en teologías”, hoy lo está no meterse “en política”, aunque sobornen, compren, chantajeen –o lo intenten–, a todo cargo público viviente con tal de hacer el bien al prójimo empezando por ellos mismos, etapa de la que no han pasado todavía.

     Es verdad que hoy, en este mundo corrompido donde “el dinero es un dios de rebozo, que en ninguna parte tiene altar y público y en todas tiene adoración secreta”, brillan por su ausencia escritores como don Francisco de Quevedo o don Miguel de Cervantes, pero al menos nos queda El Roto para hacer de la lúgubre lucidez de su ironía un ventanuco abierto a las entrañas del Sistema, que nos muestre la farsa de este mundo de locos que nos arrastra irreversiblemente hasta el abismo.

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