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'LEER A MUERTE', por Juan José Millás / FRAGMENTOS LITERARIOS

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"... Me caían bien los libros que me venían grandes, libros del tipo Crimen y castigo o El Proceso o Las uvas de la ira. Me maté leyendo novelas para adultos. Me gustaban porque no las entendía, como no entiendo la maquinaria de un revólver. Había cosas que sí entendía, claro, pero yo buscaba las que no entendía porque nací enfermo y en esas sigo..."

"... es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, sólo será una. Si voy adelante en cada una de ellas, es excesivo." ('Las uvas de la ira')



LEER A MUERTE

Tengo siempre a mano un ejemplar de Ana Karenina, por si acaso. Si viviera en EE UU, además de la novela de Tolstoi, dispondría también de un revólver. No para usarlo, contra los demás, se entiende, sino para colocarlo en mi sien llegada la hora. Creo saber perfectamente cuándo es el momento de releer Ana Karenina y cuándo el de volarse la cabeza. Me pregunto si hay tallas de revólveres como hay tallas de camisetas. Me pregunto también cómo sería un mundo en el que los libros se vendieran por tallas.

—Deme una novela de la talla 44.

De hecho, existen innumerables versiones de grandes novelas adaptadas para niños y adolescentes. Hay Quijotes para todas las edades a partir de los tres años, me parece.

Tallas.

—Deme una Ana Karenina para un chico de 14 años.

—¿Cuánto pesa el chaval?

—60 kilos, más o menos.

—¿En tapa dura o de bolsillo?

Etcétera.

De pequeño coleccionaba revólveres de juguete. Todos sus tambores servían para seis balas que en realidad eran seis pistones que imitaban el ruido de un disparo. Me pasaba el día jugando a la ruleta rusa y perdí la vida en varias ocasiones. Todas aquellas muertes imaginarias, se me ocurre ahora, constituyeron una forma de entrenamiento para cuando pasara del juguete al arma de verdad. Sólo que, en vez de pasar al arma de verdad, me pasé a las novelas. Entraba desesperado en las librerías y me bastaba leer la solapa de un libro para saber si me caería o no me caería como un guante. Me caían bien los libros que me venían grandes, libros del tipo Crimen y castigo o El Proceso o Las uvas de la ira. Me maté leyendo novelas para adultos. Me gustaban porque no las entendía, como no entiendo la maquinaria de un revólver. Había cosas que sí entendía, claro, pero yo buscaba las que no entendía porque nací enfermo y en esas sigo.

Siempre tengo a mano un ejemplar de Ana Karenina, por si acaso, y una caja de ansiolíticos, por si acaso también. Juego a la ruleta rusa con la novela y leo a muerte los prospectos del Lorazepam.

(Fuente: La Opinión de Murcia, 07-08-2021)

'EL PROCESO', de Franz Kafka

(fragmento)

––¿Cómo te imaginas el final? ––preguntó el sacerdote.
Al principio pensé que terminaría bien ––dijo K––, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
––No ––dijo el sacerdote––, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
––Pero yo no soy culpable ––dijo K––. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
––Eso es cierto ––dijo el sacerdote––, pero así suelen hablar los culpables.
––¿Tienes algún prejuicio contra mí? ––preguntó K.
––No tengo ningún prejuicio contra ti ––dijo el sacerdote.
––Te lo agradezco ––dijo K––. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
––Interpretas mal los hechos ––dijo el sacerdote––, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia.

'CRIMEN Y CASTIGO', de Fiódor Dostoievski 

(fragmento)

A la mañana siguiente se despertó tarde, tras un sueño agitado que no lo había descansado. Se levantó bilioso, irritado, de mal humor, y consideró su habitación con odio. Era una jaula minúscula, de no más de seis pies de largo, y tenía un aspecto miserable con su papel amarillento y lleno de polvo colgando en jirones de las paredes.
(...)
Le dió el golpe precisamente en la mollera, a lo que contribuyó la baja estatura de la víctima. Enseguida, le hirió por segunda y por tercera vez, siempre con el revés del hacha y siempre en la mollera. La sangre brotó cual una copa volcada, y el cuerpo se desplomó hacia delante en el suelo. El se echó atrás para facilitar la caída y se inclinó sobre su rostro: estaba muerta. Las pupilas de los ojos, dilatadas, parecían querer salírsele de sus órbitas; la frente y la cara muequeaban en las convulsiones de la agonía.
(...)
¿Donde he leído -pensó Raskólnikov prosiguiendo su camino-, dónde he leído lo que decía o pensaba un condenado a muerte una hora antes de que lo ejecutaran? Que si debiera vivir en algún sitio elevado, encima de una roca, en una superficie tan pequeña que sólo ofreciera espacio para colocar los pies, y en torno se abrieran el abismo, el océano, tinieblas eternas, eterna soledad y tormenta; si debiera permanecer en el espacio de una vara durante toda la vida, mil años, una eternidad, preferiría vivir así que morir. ¡Vivir, como quiera que fuese, pero vivir!

'LAS UVAS DE LA IRA', de John Steinbeck 

(fragmento)

—¿No piensas en qué pasará cuando lleguemos? ¿No temes que quizá no sea tan bonito como pensamos?
—No —replicó con rapidez. No lo temo. No debes hacer eso.
-Yo tampoco. Es demasiado, es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, sólo será una. Si voy adelante en cada una de ellas, es excesivo.

'ANA KARENINA', de León Tolstoi 

(fragmento)

Pero qué diferentes de los que él había imaginado eran los sentimientos que le inspiraba aquel pequeño ser! En lugar de la alegría prevista, Lievin no experimentaba más que una angustiosa piedad. De allí en adelante habría en su vida un nuevo punto vulnerable. Y el temor de ver sufrir a aquella pequeña criatura indefensa, le impidió notar el movimiento de necio orgullo que se le había escapado al oírla estornudar!
(...)
Entonces Lievin comprendió claramente, por primera vez, lo que no había podido captar bien después de la bendición nupcial: que el límite que les separaba era intangible, y que nunca podría saber dónde comenzaba y dónde terminaba su propia personalidad. Aquella riña le produjo un doloroso sentimiento de escisión interior. A punto de ofuscarse, comprendió enseguida que Kiti no podía ofenderle de ninguna manera, desde el momento que ella formaba parte de su propio yo.




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