"¿cómo se alimenta el odio que lleva a lanzar a unos seres humanos contra otros?... ¿Cómo es la clase trabajadora hoy? Tal vez sea esa la pregunta crucial... Ahora vivimos la sensación de que estamos solos, de que no tenemos nada que hacer”... la exclusión es, sobre todo, un presente sin esperanza... necesitamos que esas voces se hagan oír. Nos guían por un terreno desconocido que ayuda a entender ese desaliento abismal que solo se alivia cargando contra quien se considera inferior o más vulnerable en la escala social"
"Aunque solo tengo siete años, sé que ese hecho, más que ningún otro, diferencia a mi familia: nosotros no vamos a la escuela"('Una educación')
VIVIR SIN ESPERANZA
Leo los análisis sobre las recurrentes victorias de líderes ultraderechistas y percibo que hay algo que me falta para entender un fenómeno que, dejando a un lado las particularidades locales, se alimenta de un sentimiento común: el rencor. Observo estadísticas, porcentajes, y encuentro que hace tiempo que nos damos de bruces con una cuestión de difícil respuesta: ¿cómo se alimenta el odio que lleva a lanzar a unos seres humanos contra otros? Recuerdo los meses previos a la victoria de Trump. De pronto, los medios comenzaron a experimentar interés por esas zonas de industria en decadencia poco frecuentadas por unos políticos que no las consideraban clave para su estrategia. Los periódicos comenzaron a desembarcar en esas áreas de exclusión como si visitaran un país extranjero. Lo era. Finiquitado el periodismo local, dejados de la mano de Dios, sus habitantes sobrevivían alimentando de furia su desamparo. No fue este, como ya estamos viendo, un hecho aislado. La historia se repite. Y a los que debíamos haber advertido el germen del odio, este cambio de rumbo nos pilló con el paso cambiado.
¿Cómo es la clase trabajadora hoy? Tal vez sea esa la pregunta crucial y no sabemos responderla. En una entrevista reciente concedida a este periódico, Noam Chomsky arrojaba algo de luz: “Mi familia era de clase trabajadora, estaba en paro, no tenía educación; era un tiempo mucho peor que ahora, pero había un sentimiento de que todos estábamos juntos en ello. Ahora vivimos la sensación de que estamos solos, de que no tenemos nada que hacer”. Resumiendo al lingüista: la exclusión es, sobre todo, un presente sin esperanza. Y es desesperanza lo que se ha instalado en esa parte de la población que no conocemos bien: nos pilla a trasmano, o bien porque está lejos de lo urbano, o bien porque se invisibiliza en barrios periféricos. ¿Cómo acercarse a lo que allí pasa sin escribir cargado de ideas preconcebidas o despertar recelo? Es posible que solo la literatura testimonial, que genera tanto interés como desconfianza, pueda ofrecernos una verdad de primera mano. Así lo hizo el joven Édouard Louis en Francia con su impactante Para acabar con Eddy Bellegueule, en donde cuenta su infancia en Picardía, una provincia del norte en donde el 60% de la población vota al Frente Nacional. El niño que no podía reprimir su afeminamiento no tiene hoy obligación alguna de embellecer aquel pasado en un entorno violento, racista y pobre. Hay quien recela de este género por considerarlo exhibicionista, pero en estos momentos no hay otra manera de penetrar en ambientes en los que el desprecio al otro se cronifica. Édouard narra con crudeza de qué manera afecta a la cultura popular el malvivir dependiendo de limosnas del Estado; en realidad, es lo mismo que abordara Ivan Jablonka en su Laëtitia o el fin de los hombres,realizando un estudio sociológico sobre esas criaturas destinadas a la desgracia desde la cuna.
Al joven Édouard sus padres le retiraron durante un tiempo la palabra. Lo tildaron de embustero. Como suele pasar. Los de Tara Westover (Una educación) renegaron de ella. No hay manera de que un escritor testimonial deje a la familia satisfecha, ni a los de su pueblo, ni a los de su clase, ni a los de su religión. Pero nosotros necesitamos que esas voces se hagan oír. Es urgente. Nos guían por un terreno desconocido que ayuda a entender ese desaliento abismal que solo se alivia cargando contra quien se considera inferior o más vulnerable en la escala social.
(Fuente: El País, 11-11-2018)
Tara Westover, la joven que se doctoró en la Universidad de Cambridge sin haber ido nunca a la escuela
'UNA EDUCACIÓN', de Tara Westover (fragmentos)
El autobús escolar pasa por la carretera sin detenerse.
Aunque solo tengo siete años, sé que ese hecho, más que ningún otro, diferencia a mi familia: nosotros no vamos a la escuela.
A papá le preocupa que el Gobierno nos obligue a ir, pese a que no puede obligarnos porque no sabe de nuestra existencia. De los siete hijos de mis padres, cuatro no tenemos partida de nacimiento. No tenemos historia clínica porque nacimos en casa y nunca hemos ido a una consulta médica o de enfermería. No tenemos expediente escolar porque jamás hemos pisado un aula. Cuando cumpla nueve años, inscribirán mi nacimiento en el registro civil, pero ahora, según el estado de Idaho y el gobierno federal, no existo.
Sí existía, desde luego. Había crecido preparándome para los Días de Abominación, esperando a que el sol se oscureciera y la luna rezumara sangre. En verano elaboraba conservas de melocotón y en invierno reordenaba las provisiones según su caducidad. Cuando el Mundo de los Humanos se viniera abajo, mi familia seguiría adelante, incólume...
Mi recuerdo más vivo no es un recuerdo. Es algo que imaginé y que luego llegué a evocar como si hubiera sucedido. Se formó cuando tenía cinco años, poco antes de que cumpliera los seis, a partir de una historia que mi padre contó con tanto detalle que cada uno de mis hermanos y yo fraguamos nuestra propia versión cinematográfica, con tiros y gritos. En la mía había grillos. Es lo que oigo cuando mi familia se acurruca en la cocina, con las luces apagadas, para esconderse de los federales que rodean la casa. Una mujer alcanza un vaso de agua y su silueta queda iluminada por la luna. Resuena un disparo como un trallazo y la mujer se desploma. En mi recuerdo es mi madre quien cae, y lleva un bebé en brazos.
Lo del bebé no cuadra —soy la menor de los siete hijos de mi madre—, pero, como he dicho, nada de eso ocurrió...
Dios ordenó a mi padre que compartiera la revelación con quienes vivían y trabajaban en la sombra de Buck’s Peak. Casi todos se reunían los domingos en la iglesia, una capilla de color nogal situada al lado de la carretera, con el campanario, pequeño y sobrio, típico de los templos mormones. Papá abordó a los padres cuando se levantaban de los bancos. Empezó por su primo Jim, quien le escuchó con aire afable mientras papá agitaba la Biblia y le informaba de que la leche era pecaminosa. Jim sonrió de oreja a oreja, le dio unas palmadas en la espalda y afirmó que ningún Dios justo privaría al hombre de un helado de fresa casero en las calurosas tardes de verano. Su mujer le tiró del brazo. Cuando Jim pasó por nuestro lado percibí un olorcillo a estiércol. Entonces lo recordé: la enorme granja lechera situada a menos de dos kilómetros al norte de Buck’s Peak era suya...
(Fuente: megustaleer.com)
"En familias como la mía el peor crimen es decir la verdad, sobre todo si es una verdad distinta a la oficial"
ENTREVISTA A TARA WESTOVER
Tara Westover (Idaho, 1986) creció en las montañas occidentales de Estados Unidos preparándose, junto a sus seis hermanos y sus padres, mormones supervivencialistas, para el Apocalipsis. De niña jamás pisó un médico, su padre no creía en ellos, obtuvo su certificado de nacimiento a los nueve años, y la primera vez que pisó una clase para hacer el examen preuniversitario tenía dieciséis. Para entonces, las creencias de su padre, un conspiracionista antigubernamental, se habían vuelto más extremas, uno de sus hermanos abusaba violentamente de ella y estaba harta de trabajar en la chatarrería familiar y de ayudar a su madre, partera y herborista natural. Así que decidió ir a la universidad para escapar.
Hoy, Westover vive en Londres, va al médico y tiene un doctorado de Cambridge y una beca en la Universidad de Harvard. Cómo se produjo ese cambio radical es el tema de su libro de memorias Una educación (Lumen). En él, Westover narra una infancia feliz pero dura, a veces brutal, y explica cómo la educación la convirtió en otra persona. Un cambio que le costó a buena parte de su familia, pero del que no se arrepiente.
Pregunta.- ¿Por qué escribió estas memorias?
Respuesta.- Es una parte más del proceso de adaptación a la pérdida de mi familia. Hay muchas historias sobre casos de alejamiento como el mío, pero normalmente la gente los narra al final de su vida, cuando muchos de los protagonistas ya están muertos. Pero una de las dificultades que tiene el distanciamiento, es precisamente no saber qué va a ocurrir en el futuro, no saber cómo va a terminar la historia. Así que también lo escribí para personas en una situación como la mía, jóvenes en una situación familiar difícil y que no saben muy bien cómo va a evolucionar.
P.- El libro es también una crónica de su lucha por la educación, por acceder a un mundo que se le había negado, ¿qué ha significado para usted? ¿Cómo le ha cambiado?
R.- La historia de mi educación y la historia de mi familia están ligadas. Nuestros padres nos criaron en el aislamiento y la educación es precisamente lo contrario. Conseguir esa educación, entendida en un sentido amplio de autocreación, te cambia como persona, te da acceso a distintas ideas, perspectivas, opiniones, que utilizas para decidir lo que piensas, para ir conformando un criterio. Para mi familia ese tipo de cambio, esa nueva yo con ideas propias fue imposible de aceptar.
P.- ¿Hasta qué punto el deseo de autonomía, de hacer algo por sí misma, fue el motor de su deseo de educarse?
R.- No estoy segura de que tuviera ese deseo en mi interior al principio. Cuando decidí ir a la universidad sencillamente quería cantar, me encantaba la música y quería aprender música y ser profesora de canto. Pero una vez que ya estuve allí y comencé a aprender tantas cosas de las que jamás había oído hablar... Por ejemplo en una clase de Historia se me ocurrió preguntar qué era el Holocausto. No lo sabía, pero me tomaron por una especie de racista. Esa apertura al mundo me suscitó el deseo de querer ser autónoma, así que los dos deseos se retroalimentaron.
"... lo que rompió mi familia no fue ni el radicalismo, ni la ideología, ni la religión, sino la violencia de mi hermano y el cómo mis padres respondieron a ese problema. Él no podía soportar verme crecer para ser una mujer, regularmente me llamaba ramera"
Pero además de los efectos benéficos de la educación, Westover también advierte sobre sus peligros, que una gran brecha cultural fomente el clasismo, o que la educación, en lugar de un mecanismo para cambiar y ampliar nuestra forma de ver el mundo se convierta en un elemento que reafirme nuestros prejuicios y convicciones. "Es importante que la educación no se convierta en arrogancia. La educación siempre debe ser una expansión de tu mente, una profundización de tu empatía, una ampliación de tu perspectiva. Nunca debería endurecer tus prejuicios", avisa. "En la medida en que la gente consuma su educación como si se tratase de una fábrica de montaje en cadena, puede reafirmar prejuicios. Sobre todo en entornos endogámicos. La educación debería servir más para plantear preguntas que para afianzar certidumbres".
Sin embargo, al echar la vista atrás, la historiadora opina que su extraño viaje, a pesar del alto precio, ha merecido la pena. "Evidentemente fue un proceso muy complejo en el que he perdido muchas cosas, pero la alternativa hubiese sido vivir una especie de vida a medias, y doy gracias de estar en condiciones de poder establecer determinados límites y tener determinadas exigencias con respecto al trato que me van a dar los demás en mi vida. Una posición de fuerza que durante años nunca tuve", recuerda. "Está la tristeza real de haber perdido a la mayor parte de mi familia, pero la autonomía y el confort que eso me aporta, también es real".
P.- Más que su marcha a la universidad, lo que definitivamente abrió la brecha familiar fue su denuncia de los abusos de su hermano, que incluían golpes, vejaciones y amenazas de muerte. ¿Cómo vivió esa realidad?
R.- En efecto, lo que rompió mi familia no fue ni el radicalismo, ni la ideología, ni la religión, sino la violencia de mi hermano y el cómo mis padres respondieron a ese problema. Él no podía soportar verme crecer para ser una mujer, regularmente me llamaba ramera. Cada vez que me lastimaba, siempre se disculpaba después. Trató de decir que era solo un juego que no pretendía dañarme, y me hice creer que era verdad. Tras mi proceso formativo conseguí una independencia de pensamiento tal que fui capaz de interpretar de forma diferente lo que ocurría en mi familia. Eso hizo que me resultase prácticamente imposible aceptar la interpretación que tenían mis padres y otros hermanos con respecto a su comportamiento. Ahí nació el conflicto.
P.- ¿Por qué sus padres decidieron mirar hacia otro lado durante tanto tiempo?
R.- Esa es la mayor pregunta de mi vida. Fui muy reacia a hablar con mis padres sobre esto durante mucho tiempo porque no quería reconocer lo impensable, que ya lo sabían pero que no habían hecho nada al respecto. Hasta que mi hermana me dijo que había sufrido lo mismo no me decidí. Aunque luego ella se asustó y cerró filas con la familia. No la culpo. Mis padres no podían lidiar con eso, no quisieron escucharlo, así que se volvieron hacia el otro lado y me hicieron quedar a mí como la mala. En familias como la mía el peor crimen es decir la verdad, sobre todo si es una verdad distinta a la oficial.
P.- Al final del libro indica que lleva varios años sin hablar con sus padre y con algunos de sus hermanos, ¿todo sigue igual? ¿Son conscientes del libro, ha tenido noticias tras su publicación?
R.- Sí, todo sigue igual, mis padres y hermanos consideran que tengo un demonio dentro, que soy la encarnación del mal. Tengo trato con tres de mis hermanos y con algunos tíos. Ellos leyeron el libro antes de su publicación y me ayudaron mucho a la hora de recordar. Pero la parte de mi familia de la que estoy distanciada no estoy segura de que lo haya leído.
P.- A pesar de todo, gran parte de su infancia en Idaho fue idílica, ¿en cierto sentido justifica el tipo de crianza irregular que tuvo?
R.- No sé si lo compensa o lo justifica, no pienso en ello en esos términos. Pero en este libro quería escribir sobre esa parte bonita de mi infancia y sobre los sacrificios que hicieron por mí otras personas. Mi hermano Shawn era violento, pero también amable y me salvó la vida en más de una ocasión. Para mí era importante reconocer lo complejos que son los lazos familiares, era necesario escribir sobre las cosas positivas para poder transmitir porqué esas relaciones son tan potentes y tan difíciles de abandonar.
P.- Vemos el cambio paulatino en su pensamiento que se traduce en su cada vez mayor incomodidad en el seno familiar, ¿cómo es ese proceso de renuncia a los valores que primero cree de su padre y después descubre que son propios?
R.- Es un proceso largo y complejo, para separar las cosas buenas, que hay muchas del resto. A veces uno tiene una idea que se le transmitió en la infancia y no la descarta, pero sí que la puede modificar, evolucionar. Mi padre siempre dijo que uno es quien mejor puede enseñarse a sí mismo. Él despreciaba a los profesores. Yo, sin embargo, que respeto a los profesores, también valoro esa idea que me transmitió de hacerse a uno mismo, de que uno tiene que responsabilizarse de su propia formación.
P.- ¿Tratar de entender las opiniones y actos de su familia es el primer paso para perdonar?
R.- Supongo que sí tengo algo que perdonar, pero nunca me he sentido especialmente enfadada con relación al modo en cómo mis padres me criaron, porque creo que ellos pensaban que estaban haciendo lo correcto. Tengo una teoría sobre la rabia. Tiene un papel importante que desempeñar, es un mecanismo de autodefensa que tenemos y que utilizamos para salir de una situación mala. Pero una vez que uno está en lugar seguro, esa rabia, esa ira, ya no sirve para nada, y creo que es posible y deseable desecharla y vivir mejor sin ella. Sí me enfadé con ellos por la forma en que respondieron a la violencia de mi hermano y a mi pedida de auxilio. Como resultado me repudiaron y eso me puso furiosa, claro, pero también tuve que perdonar eso. Esa rabia no ha desaparecido del todo, a veces vuelve, pero quiero perdonarlos, no solo por ellos, sino también por mí, por mi salud mental.
(Fuente: elcultural.com)