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'DE UNA INFANCIA MEDROSA', por Julio Cortázar / 'LA NOCHE DEL CAZADOR' (Escena, 'Leaning on the everlasting arms')

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Rescatamos hoy este artículo de Julio Cortázar, de  1983, mencionado por Rosa María Artal en su reciente artículo Por qué amábamos 'El País'

"... nunca pude refugiarme en la confesión del temor que los mayores comprenden a veces, aunque casi siempre la rechacen en nombre del sentido común, la hombría y otras estupideces...

Si el miedo me llenó de infelicidad en la niñez, multiplicó en cambio las posibilidades de misión y me llevó a exorcizarlo a través de la palabra; contra mi propio miedo inventé el miedo para otros, aunque está por verse si los otros no me lo han agradecido"

Julio Cortázar niño

DE UNA INFANCIA MEDROSA

Interrogarme sobre el miedo en mi infancia es abrir un territorio vertiginoso y cruel que vanamente he tratado de olvidar (todo adulto es hipócrita frente a una parte de su niñez), pero que vuelven en las pesadillas de la noche y en esas otras pesadillas que he ido escribiendo bajo la forma de cuentos fantásticos.
La casa de mi infancia estaba llena de sombras, recodos, altillos y sótanos, y a la caída de la noche las distancias se desmesuraban para ese chico que debía ir al baño atravesando dos patios, o traer lo que le pedían desde una despensa remota. Sagas sangrientas de asesinos circulaban en las sobremesas familiares, y el suburbio abundaba en ladrones y vagabundos peligrosos, pero todo eso, que aterraba comprensiblemente a mi madre, sólo incidió marginalmente en mis miedos. A una edad que no alcanzo a fijar, la soledad y la oscuridad desencadenaron en mí otros temores jamás confesados; animalito literario desde el vamos, el terror me llegó por la vía de las lecturas y no de las crónicas vivas, e incluso en esas lecturas el vórtice del pavor fue siempre la manifestación de lo sobrenatural, de lo que no puede tocarse ni oírse ni verse con los sentidos usuales y que se precipita sobre la víctima desde una dimensión fuera de toda lógica.
Así, desarmado, nunca pude refugiarme en la confesión del temor que los mayores comprenden a veces, aunque casi siempre la rechacen en nombre del sentido común, la hombría y otras estupideces; desde muy niño tuve que aceptar mi soledad en ese terreno ambiguo donde el miedo y la atracción morbosa componían mi mundo de la noche. Puedo fijar hoy un hito seguro: la lectura clandestina, a los ocho o nueve años, de los cuentos de Edgar Allan Poe. Allí lo real y lo fantástico (digamos la Morgue y Berenice, el gato negro y Lady Madeline Usher) se fundieron en un horror unívoco que literalmente me enfermó durante meses y del que no me he curado jamás del todo.
El folclor argentino hacía también lo suyo a través de tíos y primas: el lobizón, por ejemplo, la posibilidad monstruosa del licántropo cada vez que me mandaban a buscar algo al jardín en una noche de luna. Poco me atemorizaba la idea de un criminal que pudiera apuñalarme o estrangularme en la sombra; ese criminal estaba de mi lado, e incluso mi ingenuidad me llevaba a creerme capaz de defensa, de directo a la mandíbula o patada letal en salva sea la parte. El miedo era lo otro, eso que la literatura anglosajona llama tan admirablemente The thing, “la cosa”, lo que no tiene imagen ni definición precisa, roce furtivo en el pelo, mano helada en el cuello, risa apenas perceptible al otro lado de una puerta entornada. Contra eso no había respuesta posible salvo correr, cumplir el encargo a toda velocidad y regresar sin aliento para recoger irrisoriamente grandes elogios por mi diligencia.
Mis compañeros de escuela de futbol tenían miedo de lo que genéricamente llamaban fantasmas y que extraían de relatos familiares y de novelones malamente góticos. La idea del fantasma típico, con sábana blanca y ruido de cadenas, no me preocupó jamás; podía admitir su existencia, y vaya si la admitía, pero estaba casi seguro de que no se molestarían en manifestarse, los encontraba demasiado estereotipados y repetidos. Mis lecturas poco controladas por los adultos iban casi infaliblemente a formas más sutiles de lo sobrenatural y lo morboso; la literatura de la catalepsia y del sonambulismo, por ejemplo, que abundaba en las bibliotecas de mi infancia; el gólem, que entró temprano en mi vida, los dobles, los autómatas homicidas, y ya en el umbral de la despedida infantil, el monstruo hijo de Mary Shellely y del doctor Frankenstein, y Césare, la horrenda criatura de Caligari.
El niño es el padre del hombre y quienes lean estas líneas reconocerán algunas de las atmósferas que surgen de mis cuentos y de alguna novela (donde se trata de vampiros que, cosa extraña, no circularon demasiado en las noches de mi infancia, sin duda por fallas bibliotecnológicas). Si el miedo me llenó de infelicidad en la niñez, multiplicó en cambio las posibilidades de misión y me llevó a exorcizarlo a través de la palabra; contra mi propio miedo inventé el miedo para otros, aunque está por verse si los otros no me lo han agradecido. En todo caso creo que un mundo sin miedo sería un mundo demasiado seguro de sí mismo, demasiado mecánico. Desconfío de los que afirman no haber tenido nunca miedo; o mienten, o son robots disimulados, y hay que ver el miedo que me dan a mí los robots.

(Fuente: El País, 1983)
'LA NOCHE DEL CAZADOR' 
(Escena, 'Leaning on the everlasting arms')

Esta escena pertenece a esa obra maestra, de Charles Laughton, La noche del cazador (1955). El ella el cazador, un "predicador" asesino, ladrón (tampoco está mal la antítesis teórica que constituye a este sujeto) espera el momento para asaltar la fortaleza en la que un ángel de la guarda disfrazado de mujer fuerte y sabia protege a niños desvalidos que van llegando a su encuentro. Dos de esos niños son hermanos poseedores de un botín y a los que el monstruo ha estado sometiendo a una terrorífica cacería de la cual ya se creían salvados. En la brutal espera llena de nervios contenidos, ahogados en la garganta de cualquier espectador sensible, el Predicador comienza a cantar un himno religioso lleno de fervor, devoción, y paz, Leaning on the everlasting arms.



El contraste ya definido previamente por los propios personajes, un monstruo y un santo, un ángel y un demonio, queda eterna y poéticamente subrayado por esa canción que de forma aislada podría transportarnos a un paraíso lleno de almas en paz (Seguro y a salvo de cualquier peligro... cobijado en el abrazo eterno... ¿Qué debo temer? ¿Cuál ha de ser mi miedo...Tengo la paz de tener a mi Señor tan cerca... Cobijado en el abrazo eterno) , pero que colocada ahí (justo cuando hay tanto que temer, cuando quien está tan cerca no es el Señor, sino el ecalofríante psicópata), en un lugar teóricamente ¿menos idóneo?, nos sitúa en el campo de una ambigüedad tensa que nos obliga a sentir. Pero no se queda ahí, llegamos a la genialidad cuando los dos personajes comparten y compiten por ese pan celestial representado en el himno. Y todo ello mientras los niños, fuertes e inocentes, esperan sin saberlo no se sabe qué desenlace (sobre el cual ya nos amenaza la metáfora de la lechuza y el conejo). Pareciera, además, como si todo en esa escena nos invitara a pensar que sólo los monstruos y los santos son capaces de comprender el alma de un niño y, también, a disfrutar con lo siniestro, el hogar y el miedo, la infancia y la muerte. Y por esa misma razón, a aquella mujer y al Predicador les unía un invisible hilo de complicidad, una extraña solidaridad que iba más allá de sus papeles opuestos. Y es así como el maravilloso dueto que realizan mientras él acecha y ella resiste se ofrece como un punto cercano, furtivo, en el que el Cielo y el Infierno se retuercen placenteramente, como en un amor que no se quiere reconocer, para poder darse la mano y así mostrarnos la verdadera cara de la Belleza, como en un fuego helado, como un hielo abrasador, como si se tratase, en fin, de una dulce herida.

A ese efecto de la combinación de imagen y música habría que añadir el genuino tratamiento de la luz en blanco y negro, sus contrastes de luminosidad apoyados por la fuerza onírica de la profundidad de campo y, en general, por la metódica y a la vez ambigua composición de la imagen que parece provenir de retablos eclesiásticos robados en capillas quizá soñadas...

(Luis Enrique Ibáñez)













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