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'EL SON DE LOS MUERTOS', de Juan Perro / 'CONVERSACIÓN CON DIFUNTOS', por Ángel L. Prieto de Paula / 'MAQUIAVELO EN SAN CASCIANO'

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vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos

(Quevedo)

"Vengo a la compañía de los hombres antiguos
que en amistad me acogen...
Con ellos hablo, de ellos tengo respuesta"
(Valente, 'Maquiavelo en San Casciano')




Creemos que la canción de Juan Perro y el texto de Ángel L. Prieto se pueden abrazar amablemente para que nos detengamos un momento, o muchos, y volvamos  la vista atrás, para que posemos nuestra mirada, tantas veces perdida, en las palabras sabias de aquellos que ya no están. Palabras temblorosas de significados siempre nuevos que piden resucitar entre nosotros para resucitarnos a todos.

Efectivamente, los días están algo más que inciertos y pareciera que no podamos, en absoluto, festejar, nada. Ángel L. Prieto nos habla con devoción del libro de José María Micó Clásicos vividos, que a su vez nos habla de tantos y tantos libros, y, al parecer, de tal forma que podría ayudarnos a atravesar ese desierto que según Juan Perro llevamos en el alma. La propuesta podría consistir en ponernos en movimiento, envolviéndonos del pasado que nos espera, apartándonos de las palabras secuestradas y gritonas y, así, "encontrar un pozo negro / y en sus aguas escuchar / el dulce son de los muertos."

Intercambiar con los difuntos los relatos olvidados, aprender con ellos, acariciar la piel de sus páginas antiguas que desvelan el hoy... "cruzar por el puente viejo / al otro mundo y danzar / el dulce son de los muertos."

Vivir a los clásicos. Leer para poder huir y "resucitar con el fresco", armados de lenguaje para volver a cantar... o gritar en la calle, cerca de tu ventana, con nuestros mejores cantos, dejando "pasmados y boquiabiertos" a todos los portadores siniestros del discurso oficial.


(LEI)


Letra:

EL SON DE LOS MUERTOS

Voy a la deriva, amor

Que no me dejan en calma

Los vientos de mal humor


Amor, no puedo pensar

Tengo en el alma un desierto

Lo tengo que atravesar


Encontrar un pozo negro

Y en sus aguas escuchar

El dulce son de los muertos


Ay de los días, amor

Pasados en alegrías

De vino, canción y flor


Ya no quiero festejar

Que están los días inciertos

Amor, tengo que marchar


Cruzar por el puente viejo

Al otro mundo y danzar

El dulce son de los muertos


Pon en mi maleta, amor

Tu pañuelo perfumado

Por recordar el mejor


De mis cantos y dejar

Pasmados y boquiabiertos

A los muertos del lugar


Resucitar con el fresco

Y en tu ventana silbar

El dulce son de los muertos



(Fuente Letra: lahuellasonora.com)


CONVERSACIÓN CON LOS DIFUNTOS

La misión de los libros sobre literatura consiste en explicar, ponderar y ayudar a penetrar en otros libros. Sin embargo, el prurito cientificista ha hecho que abunden cada vez más títulos que, pertenecientes a ese género, terminan mirándose el ombligo, como si las obras de que se ocupan fueran una excusa para mostrar la bondad del método. Ejemplos de ese nocivo amor propio, rigurosamente onanista, los hay de cualquier escuela: estructuralistas, defensores del “texto en sí”, deconstruccionistas, valedores de la semiosis infinita o, tanto monta, de la inexistencia de significado: en todas partes (y en todas las artes) cuecen habas.
El esoterismo terminológico prolifera como la mala hierba, aunque a veces solo sea cáscara de un fruto vano. Las gozosas incursiones en la literatura, donde el autor, por lo general un profesor o teórico literario, se dirigía al lector común y no a sus pares, han ido disminuyendo según aumentaban los productos de la erudición de acarreo, la bisutería pedagógica y la prosa mazorral.
Así las cosas, los nuevos humanistas llevan las de perder. Y eso que ya no han de descubrir los textos que explican, como los pioneros de seis siglos atrás, que perseguían manuscritos por abadías de media Europa sorteando la ferocidad de los salteadores, los fríos invernales o los miasmas de la peste. En El giro, sobre el redescubrimiento por Poggio Bracciolini del libro de Lucrecio De rerum natura en 1417, Stephen Greenblatt presenta a los monjes copistas como una panda de ignorantes que custodian un tesoro que no sabían que lo fuera, más reticentes a que se difundieran esos libros que temerosos de que desaparecieran para siempre. Discutible modo de echarle sal al relato, pues los benedictinos no eran como los indios americanos, poseedores de un oro que no valoraban, ni tampoco aquellos humanistas eran conquistadores brutales, maestros de la rapiña bibliográfica cuyo singular arte de cetrería habría inaugurado casi un siglo atrás Petrarca cuando halló en la catedral de Lieja un manuscrito del Pro Archia de Cicerón.
Al humanismo viejo y nuevo ha venido a rendir pleitesía Clásicos vividos (Acantilado, 2013), un librito de ni siquiera 100 páginas, ninguna estéril. Su autor, José María Micó, es un poeta que no luce resentimiento ni afectación, catedrático universitario de literatura, traductor ciclópeo y sabio intérprete de los textos. Sus clásicos son vividos, no predicados. No hay en esas páginas apostolado pedagógico ni exigencia de emoción estética. En este y otros puntos, Micó sigue a Horacio cuando se burla del actor que solicita al espectador una emoción que él no siente: “Si quieres que yo llore, primero te tiene que doler a ti”. Horacio no nació a tiempo de leer La paradoja del comediante, de Diderot, que propugna no un actor embargado por el sentimiento, sino un actor que no sienta (mantenga la frialdad) precisamente para hacer sentir a otros.
Micó lleva el arte hasta el último rincón de la vida. En los pliegos, tarjetones y plaquettes que confecciona artesanalmente con poemas de ocasión, partituras con sus letras de tango o adelantos de traducciones, firma con JMMJ (José María Micó Juan): un homenaje encubierto a otro capicúa, JRJ (Juan Ramón Jiménez), de quien es digno sucesor en sus caprichos de imprenta. Y eso que “el poeta Jiménez”, como lo llamaba sin pretensión de hacer sangre Alfonso Reyes, no es su poeta. Entre lo liviano y lo grave, Micó comienza este librito con otro homenaje por lo bajinis, un guiño... ¿habré de decir “dantesco” sin tratarse de hecatombes?, pues arranca a componerlo no “en medio del camino de la vida”, como Dante, sino al pisar la raya del medio siglo, que ya son años.

El tema de los clásicos vividos nos aproxima a la tradición de los muertos vivos, autores de la antigüedad con cuya desaparición se fue despoblando el mundo. En esta tradición destaca un soneto de Quevedo sobre la imprenta y los libros, gracias a los cuales, confiesa, “vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Tres siglos y medio después, Valente puso en versos magníficos una carta de Maquiavelo a Francesco Vettori, de diciembre de 1513, donde el autor de El príncipe, caído en desgracia con la llegada de los Médici a Florencia y confinado en un villorrio cercano, relata la sordidez de sus días, entre trifulcas con leñadores, peleas de taberna, naipes, vocinglería, mugre. Pero al caer la tarde, se despoja de los vestidos embarrados y los sustituye por un traje adecuado a sus eximios interlocutores: los muertos con los que se solazará durante unas horas de lectura, durante las cuales “ni la pobreza temo ni padezco la muerte”.
Sin dejar de ser conversación con los difuntos, el libro es ante todo una lección de vida por parte de quien les ha dedicado la suya: desde Petrarca a Eugenio Montale, pasando por Ausiàs, Ariosto, Góngora, Rubén..., y por supuesto Cervantes. De Petrarca subraya su condición de exiliado de sí mismo (Sum peregrinus ubique, “En todas partes soy un peregrino”), porque su paraíso era el retrospectivo de la antigüedad, que, a despecho del Renacimiento, se fue para no volver nunca. En Ausiàs, acaso el mejor poeta europeo en el siglo de Villon o de Manrique, destaca la experiencia literaria del yo (“Jo sóc aquest que em dic Ausiàs March”), como si fijara pautas existenciales a José Hierro (“Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos”), Blas de Otero (“¿Dónde está Blas de Otero? Está dentro del tiempo, con los ojos abiertos”) o Ángel González (“Para que yo me llame Ángel González...”). Cada uno a su modo, todos identifican la poesía con aquella esquina de la literatura donde el sujeto dice yo.
Aunque La Mancha es la síntesis de todas las idealizaciones de un lugar (desde fuera se percibe como una especie de Gaula, Comala o Macondo), Micó se centra en los cinco capítulos barceloneses del Quijote, donde cuaja la melancolía del caballero antes de caer derrotado en la playa, actual barrio de la Barceloneta. Góngora, por su parte, le sirve de ocasión para mariposear de Homero a Byron, de Catulo a Ana María Fagundo o José Ángel Cilleruelo, a propósito de las bestezuelas, hoy diríamos mascotas, a las que cantan conmovidos los poetas, a menudo con motivo de su muerte.
Cierra este volumen un relato de formación; más exactamente, del nacimiento de una vocación. Tan barcelonés como florentino, José María Micó es también, por razón de los ancestros, de Jalance, un pueblo del valle de Ayora-Cofrentes donde tampoco había nacido el exiliado y profesor de literatura en universidades norteamericanas Vicente Llorens. En Jalance pasó Micó los primeros veranos de su vida y Llorens los últimos de la suya. Proyectando este su ejemplo sobre el muchacho que buscaba un norte, el capítulo acaba mostrando, probablemente al margen de las intenciones del autor, que los maestros crean discípulos como Pigmalión solo cuando los discípulos crean maestros. Sucede igual con los textos clásicos, cuyas minas nos ofrecen todo lo que un lector pueda extraer (dicho con Schopenhauer, la profundidad del mar no rebasa la de la longitud de la sonda). Al cabo, el retrato que Micó hace de Llorens lo leemos nosotros como un confiable autorretrato.
Frente a los dómines que nos zarandean para que nos estremezcamos ante la belleza, esta incitación a la literatura carece de énfasis, como es propio de alguien lleno de convicción, pero sin voluntad de convencimiento. Equidistante de los profetas del distanciamiento (Diderot, Brecht), que refrenan la emoción para favorecer la capacidad crítica, y de los de la conmoción verista (Stanislavski), que nos obligan a vivir el arte, Micó camina más bien a la zaga de Horacio, “cerdo de la piara de Epicuro”, como dice el venusino de sí mismo para desactivar a sus impugnadores, adelantándose a ellos, y rebatir, desde su propuesta de felicidad moderada, el sufrimiento y la abnegación del estoicismo, tan prestigioso. El que a buen árbol se arrima... Yo no obligaría, en fin, a leer este libro a los filólogos en cierne que aún pueblan, altos de miras o quizá solo inconscientes, nuestras Facultades de Letras, pero sí le abriría un hueco para que pudiera llegarles algo de su luz.
Ángel L. Prieto de Paula es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante. Su último libro publicado es Poesía: textos y contextos (Aguaclara).
(Fuente: El País, 17-08-2013)

MAQUIAVELO EN SAN CASCIANO


Al tordo que madruga en los olivos 
tiendo tempranas redes, 
mientras dura setiembre 
y un cielo gris apaga 
el eco doble de esta pena 
en pobreza y destierro.
           
                               Tengo un bosque 
cuya madera hago talar, pues de tan poca 
riqueza me sustento.
os negocios de la República y los reyes 
de España y Francia 
o el gran Duque lejos están; 
mas bueno fuera que alguien 
pagase en este tiempo aquel saber de entonces. 
Los leñadores en el bosque
disputan entre sí o ponen pleito
a más rudos vecinos,
mientras cierto Frosino da Panzano
arrebata mi leña por diez liras
que tiempo ha le debo, según dice,
de una partida en casa de Antonio Guicciadini.
Al carretero he acusado
como ladrón. Mas fue vano negocio.

Aquel saber de entonces, digo, a él he vuelto 
por holgura de tiempo y de tristeza, 
y he compuesto un opúsculo 
cuyo destino ignoro, aunque tal vez me valga 
ganancia, más favor o mudada fortuna.

Caído luego el día, 
después de la comida familiar 
apenas hecha de frutos de esta tierra, 
en la taberna el juego 
me aleja de lo mío 
entre el sudor vulgar de las cartas usadas, 
el agrio olor del huésped, 
los gritos iracundos de mis nuevos amigos, 
el carnicero del lugar, 
un molinero a veces, menestrales 
de craso vino y pan y harapientos bolsillos. 
No hay en mí orgullo 
ni vanidad sujeto a tal miseria, 
y acaso la fortuna se avergüence 
de haberme reducido a tan ruin destino.

Llega al cabo la noche. 
Regreso al fin al término seguro 
de mi casa y memoria. 
                                          Umbral de otras palabras, 
mi habitación, mi mesa. 
                                         Allí depongo 
el traje cotidiano polvoriento y ajeno.
Solemnemente me revisto
de mis ropas mejores
como el que a corte o curia acude.
Vengo a la compañía de los hombres antiguos
que en amistad me acogen
y de ellos recibo el único alimento
sólo mío, para el que yo he nacido.
Con ellos hablo, de ellos tengo respuesta
acerca de la ardua o luminosa
razón de sus acciones.

Se apaciguan las horas, el afán o la pena.
Habito con pasión el pensamiento.
Tal es mi vida en ellos
que en mi oscura morada
ni la pobreza temo ni padezco la muerte.


José Ángel Valente
LA MEMORIA Y LOS SIGNOS, 1960-1965
Ed. Galaxia Gutenberg.

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