Pueden existir miedos objetivos, necesarios, pero también existen miedos que nos son inducidos por los mecanismos de poder. En este sentido, puede que a las ciudadanos de este país se nos haya inoculado el miedo a la quiebra total, a perderlo todo, para así asestarnos todos los golpes que hemos recibido.
"... la historia de los miedos es la historia del poder y de sus formas...
se trata de reivindicar más bien nuestra capacidad de determinar a qué miedos... tiene sentido prestar atención y de qué otros miedos nos desentendemos por considerarlos meros instrumentos al servicio del poder...
puede ocurrir que uno empiece asustado ante la amenaza del terrorismo, el corralito financiero... y termine teniendo miedo al otro, a uno mismo, a querer demasiado, a que no le quieran, a pensar diferente del resto de la tribu o, en fin, a la misma vida"
¿QUIÉN TEME AL MIEDO FEROZ?
"Se canta lo que se pierde", afirmaba Antonio Machado (y gustaba de repetir José Hierro). También se podría afirmar, de manera análoga, que el miedo es la reacción ante el peligro de perder algo que se cree poseer. Por eso el nivel básico del miedo afecta a la propia vida, a la integridad física y al dolor, y lo podemos encontrar tanto en los seres humanos como en otras especies animales, que parecen reaccionar de idéntica manera ante las amenazas. Pero esa coincidencia tiene un recorrido limitado. A partir de un determinado momento, en que la especie humana va creando su propio mundo, el tipo de amenazas varía y emergen las amenazas específicamente humanas y, por tanto, los miedos irrenunciablemente sociales.
Este mecanismo de defensa puede entenderse por tanto también como una de las dimensiones básicas de la fragilidad o la vulnerabilidad del ser humano. Las amenazas, reales o imaginarias, forman parte de su universo simbólico y, en consecuencia, de su proceso de socialización. Educar a un niño implica también traspasarle un repertorio de miedos que actúen a modo de mecanismos automáticos en tanto no pueda utilizar su propia capacidad deliberativa. De no obrar así sus educadores, el niño no experimentaría el más mínimo temor ante lo que nosotros sabemos que son amenazas objetivas.
Desde esta perspectiva, se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que el grueso de nuestros miedos son miedos inducidos. De igual manera que cabe sostener que la presencia de los mismos es una constante en prácticamente todo tipo de sociedades. Por supuesto que la variedad de figuras (el hereje, el judío, el vagabundo, el loco...) y situaciones (el infierno, la guerra, las hambrunas...) que incluiría el catálogo de miedos vigentes en cada época posee su propia especificidad o, apenas con otras palabras, responde a una determinada lógica, en la que los factores económicos y sociales desempeñan un papel fundamental. Tanta es su importancia, que solo recurriendo a ellos cabe explicar, en un segundo momento, el tránsito de un tipo de miedos a otro, como mostraba Jean Delumeau en su ya clásico El miedo en Occidente (analizando el desplazamiento que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XVII desde los miedos inspirados por el discurso religioso a los miedos de carácter social y político).
Pero, más allá de la especificidad que presenta la constelación de los miedos de cada época, el denominador común a lo largo de la historia viene constituido por el hecho de que aquellos solo pueden ser inducidos por quienes están en condiciones de hacerlo, esto es, por quienes tienen poder. En ese sentido, bien podría decirse que la historia de los miedos es la historia del poder y de sus formas.
El problema de una afirmación así es que invita a dar por descontada una valoración crítica que, en todo caso, necesita de mayor desarrollo. En primer lugar porque el concepto mismo de poder dista mucho de ser unívoco. No es lo mismo el poder de un educador ejemplar o de un amoroso padre que el de un político dictatorial. Como no lo es el de unas élites empeñadas en ilustrar al pueblo ignorante, o incluso en llevarlo por el camino de la emancipación, que el de otras, consagradas a fanatizarlo. Pero es que, además, centrándonos en el segundo de los supuestos, no basta con constatar el hecho, sobradamente conocido por lo demás, de que este tipo de poder utiliza los miedos como una eficaz herramienta para mantener paralizados y, por tanto, sometidos a los individuos y a los pueblos. Hay que ir más allá y señalar, como se apuntaba hace un momento al aludir a la importancia de los factores sociales y económicos, la lógica a través de la cual se consigue la generalizada interiorización de esa emoción.
Si con la constatación no basta es porque con mucha frecuencia las cosas no son lo que parecen, y aquello que desencadena nuestro miedo se confunde con el contenido del mismo. A este respecto, convendría distinguir entre aquel al que se atribuye la condición de portador de la amenaza y la amenaza misma, identificación no siempre legítima. Importa señalar la diferencia porque no es raro que algunos -a menudo bienintencionados- consideren que el combate ideológico contra la manipulación del poder se agota desactivando el carácter presuntamente peligroso del presentado como amenazador (y que tiende a equiparar, por ejemplo, a todo musulmán con terrorista en potencia), sin entrar a considerar la naturaleza de la amenaza misma. Cuando es precisamente aquí donde reside el mecanismo básico que explica la enorme eficacia de la lógica del miedo.
Solo teme perder algo, decíamos al principio, aquel que se cree poseedor de ello: he aquí el principio básico de la lógica del miedo. Su condición de posibilidad, su premisa básica, es la interiorización de dicho registro. A eso le podemos llamar creación de necesidades, generación de expectativas, naturalización de los deseos o como se prefiera, siempre que no perdamos de vista que la función que cumple la generalización de tales mecanismos es precisamente la producción de los objetos con cuya pérdida luego el poder se dedica a atemorizar.
Pensemos en nuestra época, en la que se combinan, como ha señalado Alicia García en su imprescindible panfleto La gobernanza del miedo(Proteus), el temor a las catástrofes medioambientales, a la inseguridad ciudadana, a la violencia terrorista, a la crisis económica, a la precarización del empleo, a los riesgos epidemiológicos, a la guerra nuclear… un aparente magma caótico y alborotado de miedos, cuyo desordenada apariencia se volatiliza para mostrarse como el designio que realmente es en cuanto lo examinamos a la luz tanto de los efectos sociales y políticos que produce como de las actitudes individuales y colectivas a que da lugar.
Quede claro, para evitar los malentendidos: no se trata de reivindicar, de manera voluntarista por completo, una tan impensable como imposible situación idílica de ausencia de miedos. Precisamente porque el poder se dice de muchas maneras, se trata de reivindicar más bien nuestra capacidad de determinar a qué miedos, por más inducidos que sean (en cierto sentido el ser humano en tanto que ser social es un animal inducido todo él), tiene sentido prestar atención y de qué otros miedos nos desentendemos por considerarlos meros instrumentos al servicio de miedos ajenos (especialmente el de los poderosos a perder su poder).
Una marca de vehículos de alta gama se anunciaba hace unos años con el eslógan "si no tienes miedo, no estás vivo", y no le faltaba razón (como, ay, tantas veces les ocurre a los publicitarios). El problema es que, parafraseando la célebre afirmación que presentaba Thomas De Quincey en su libro Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (ya saben: “Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente"), con esta emoción puede ocurrir que uno empiece asustado ante la amenaza del terrorismo, el corralito financiero, una catástrofe ecológica o la última pandemia, y termine teniendo miedo al otro, a uno mismo, a querer demasiado, a que no le quieran, a pensar diferente del resto de la tribu o, en fin, a la misma vida. Y tampoco se trata de eso, desde luego.
(Fuente: El País, 11-05-2014)
(...el hecho de que nuestra sociedad sea incapaz de considerar de interés ninguna actividad que no esté directamente relacionada con la producción de beneficio económico revela una severísima limitación conceptual, un radical empobrecimiento de los imaginarios colectivos hegemónicos, empobrecimiento que probablemente nadie expresó con mayor certeza que Antonio Machado en sus Proverbios y Cantares al escribir que "todo necio confunde valor y precio")
("... chicos, esto no es una escuela de negocios, es la vida")
Para no perder el tiempo, no podemos, reproducimos ahora el poema de Machado en el que aparece el verso mencionado por Manuel Cruz al principio del artículo.
Otras canciones a Guiomar
A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena
I
¡Sólo tu figura,
como una centella blanca,
en mi noche oscura!
-
¡Y en la tersa arena,
cerca de la mar,
tu carne rosa y morena,
súbitamente, Guiomar!
-
En el gris del muro,
cárcel y aposento,
y en un paisaje futuro
con
-
en el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca;
-
asomada al malecón
que bate la mar de un sueño,
y bajo el arco del ceño
de mi vigilia a traición,
¡siempre tú!
Guiomar, Guiomar,
mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar
II
Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.
III
Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.
IV
Te abanicarás
con un madrigal que diga:
en amor el olvido pone la sal
V
Te pintaré solitaria
en la urna imaginaria
de un daguerrotipo viejo
o en el fondo de un espejo,
viva y quieta,
olvidando a tu poeta
VI
Y te enviaré mi canción:
“Se canta lo que se pierde”,
con un papagayo verde
que la diga en tu balcón
VII
Que apenas si de amor el ascua humea
sabe el poeta que la voz engola
y, barato cantor, se pavonea
con su pesar o enluta su viola;
y que si amor da su destello, sola
la pura estrofa suena,
fuente de monte, anónima y serena.
Bajo el azul olvido, nada canta,
ni tu nombre ni el mío, el agua santa.
Sombra no tiene de su turbia escoria
limpio metal; el verso del poeta
lleva el ansia de amor que lo engendrara
como lleva el diamante sin memoria
-frío diamante- el fuego del planeta
trocado en luz, en una joya clara...
VIII
Abre el rosal de la carroña horrible
su olvido en flor, y extraña mariposa,
jalde y carmín, de vuelo imprevisible,
salir se ve del fondo de una fosa.
Con el terror de víbora encelada,
junto al lagarto frío
con el absorto sapo en la azulada
libélula que vuela sobre el río,
con los montes de plomo y de ceniza,
sobre los rubios agros
que el sol de mayo hechiza.
se ha abierto un abanico de milagros
-el ángel del poema lo ha querido-
en la mano creadora del olvido.
A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena
I
¡Sólo tu figura,
como una centella blanca,
en mi noche oscura!
-
¡Y en la tersa arena,
cerca de la mar,
tu carne rosa y morena,
súbitamente, Guiomar!
-
En el gris del muro,
cárcel y aposento,
y en un paisaje futuro
con
-
en el nácar frío
de tu zarcillo en mi boca,
Guiomar, y en el calofrío
de una amanecida loca;
-
asomada al malecón
que bate la mar de un sueño,
y bajo el arco del ceño
de mi vigilia a traición,
¡siempre tú!
Guiomar, Guiomar,
mírame en ti castigado:
reo de haberte creado,
ya no te puedo olvidar
II
Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.
III
Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.
IV
Te abanicarás
con un madrigal que diga:
en amor el olvido pone la sal
V
Te pintaré solitaria
en la urna imaginaria
de un daguerrotipo viejo
o en el fondo de un espejo,
viva y quieta,
olvidando a tu poeta
VI
Y te enviaré mi canción:
“Se canta lo que se pierde”,
con un papagayo verde
que la diga en tu balcón
VII
Que apenas si de amor el ascua humea
sabe el poeta que la voz engola
y, barato cantor, se pavonea
con su pesar o enluta su viola;
y que si amor da su destello, sola
la pura estrofa suena,
fuente de monte, anónima y serena.
Bajo el azul olvido, nada canta,
ni tu nombre ni el mío, el agua santa.
Sombra no tiene de su turbia escoria
limpio metal; el verso del poeta
lleva el ansia de amor que lo engendrara
como lleva el diamante sin memoria
-frío diamante- el fuego del planeta
trocado en luz, en una joya clara...
VIII
Abre el rosal de la carroña horrible
su olvido en flor, y extraña mariposa,
jalde y carmín, de vuelo imprevisible,
salir se ve del fondo de una fosa.
Con el terror de víbora encelada,
junto al lagarto frío
con el absorto sapo en la azulada
libélula que vuela sobre el río,
con los montes de plomo y de ceniza,
sobre los rubios agros
que el sol de mayo hechiza.
se ha abierto un abanico de milagros
-el ángel del poema lo ha querido-
en la mano creadora del olvido.