Desde que comenzó el confinamiento estoy en contacto con mis estudiantes ... lo que desean es volver allí simplemente para conversar, discutir, leer y pensar junto a sus profesores y sus compañeros, para establecer quizá una cortés conversación acerca de los asuntos de sus materias de estudio...
En el bellísimo relato de Stefan Zweig Confusión de sentimientos (1926) encontramos magníficamente descrito lo que para un joven puede llegar a suponer encontrarse con su maestro: “Nunca había visto nada parecido, un discurso, un discurso que era un éxtasis, la pasión de una charla como fenómeno elemental, y lo inesperado del hecho me obligó a acercarme como impulsado por un tirón irresistible”
Fernando Bárcena es Catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid
¿QUÉ SIGNIFICA DAR UNA CLASE?
(...) Me espanta, en fin, observar la alegría de quienes parecen encantados con la teleducación, y que parece estuvieran escondidos esperando a que una pandemia nos arañase, feroz, para decir a continuación que en realidad no la necesitábamos para constatar que nuestro mundo ya era digital. Muchas facultades universitarias idearán de inmediato formas para impartir certificados de competencia digital a sus profesores, y acabarán por solicitar dicha competencia a los candidatos a serlo. No importará ya ni el tamaño de sus bibliotecas ni la calidad de sus lecturas.
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Desde que comenzó el confinamiento estoy en contacto con mis estudiantes universitarios... Me dicen que lo que quieren es volver a las aulas, hoy denostadas y despreciadas por nuevas pedagogías, y no a ninguna suerte de “hiperaula” repleta de pantallas de ordenador y artilugios tecnológicos (donde no hay lugar ya para colocar un libro), y que lo que desean es volver allí simplemente para conversar, discutir, leer y pensar junto a sus profesores y sus compañeros, para establecer quizá una cortés conversación acerca de los asuntos de sus materias de estudio. No soportan por más tiempo la enseñanza online, y aunque muchos de ellos no sean verdaderos estudiosos, como alumnos sí desean volver a juntarse entre ellos, porque eso también forma parte de la vida universitaria: ser estudiante, como ser profesor, es una forma de vida.
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Mi idea del hombre o la mujer que han elegido el oficio de profesor es la del alguien que entra en el aula con lecturas ya realizadas y con libros que se leerán de nuevo despacio y se conversarán con alumnos devenidos, mediante ese gesto de lectura, en estudiantes. Es la de alguien que se exilia en su retiro estudioso y alguien que “da a estudiar”. Damos por supuesto muy a menudo en qué consiste el oficio de profesor, y que la mejor literatura ha sabido explorar de formas enormemente sugestivas. En el bellísimo relato de Stefan Zweig Confusión de sentimientos (1926) encontramos magníficamente descrito lo que para un joven puede llegar a suponer encontrarse con su maestro: “Nunca había visto nada parecido, un discurso, un discurso que era un éxtasis, la pasión de una charla como fenómeno elemental, y lo inesperado del hecho me obligó a acercarme como impulsado por un tirón irresistible”. La voz, como voz de profesor, nadie nos la enseña. María Zambrano decía que “podría medirse la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a la palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla de modo activo”.
Existe, entre quien enseña y quien aprende, un contacto maravilloso: este es el hecho primordial. Cuando me dirijo a mis estudiantes, todos ellos están bajo mi mirada, pero no como si yo tratase de espiarlos. Están vivos, y cuento con el hastío de algunos, la admiración de otros, y con sus gestos de aprobación o de reprobación. Cuando alguna cosa alcanza a alguno de ellos lo percibo de inmediato. Hay entre nosotros sonrisas y complicidades compartidas.
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CONFUSIÓN DE SENTIMIENTOS
Y así yo, que había dedicado una vida a describir a gente a partir de sus obras y a dar una dimensión real a las estructuras espirituales de su mundo, descubrí de nuevo, precisamente por experiencia propia, cuán inescrutable permanece en cada destino el núcleo esencial del ser, la célula motriz que da origen a todo crecimiento. Vivimos miríadas de segundos y, sin embargo, es uno solo, siempre uno, el que pone en ebullición todo nuestro mundo interior, es el segundo en que (Stendhal lo ha descrito) la flor interior, saturada ya de todos los jugos, llega como un relámpago a la cristalización: un segundo mágico, parecido al de la procreación y, como él, oculto en el cálido interior de la vida propia, invisible, impalpable, imperceptible, misterio vivido una sola vez. Ningún álgebra del espíritu puede calcularlo, ninguna alquimia del presentimiento puede adivinarlo, y raras veces lo capta la percepción de uno mismo.
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Y bastaron unos minutos para que yo mismo, olvidando mi intrusión, sintiera la fuerza cautivadora de su disertación que actuaba con un poder magnético; sin querer me acerqué un poco más para ver, más allá de las palabras, los gestos de sus manos que envolvían y abrazaban y a veces, cuando una palabra prorrumpía majestuosa, se extendían como alas y se elevaban temblorosas para después descender musicalmente poco a poco imitando el gesto tranquilizador de un director de orquesta.
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("Estoy obligado a dar mi clase por Internet y no puedo. Preciso de mi aula, de mis alumnos, del calor de esa secreta comunión entre el que enseña y el que aprende. Hay algo de magia, dignidad y amor en la sublime función del maestro, cuyo fin es que en una clase que bulle o bosteza, se produzca el pequeño milagro del conocimiento; penetrar la mente esponjosa de un alumno y sembrar una idea, plantear una duda o suscitar una pregunta")