"Y es en este momento donde Gracián pide su turno. (Suspiró de una forma conmovedora, y estoy seguro que durante aquellos segundos no le habría parecido ningún disparate que alguien comenzara a aplaudirle; llegué a dudarlo, pero me contuve al pensar que si se me escapaba toda la risa que llevaba acumulada en mi inconsciente, daría al traste con todo el experimento.)...
Él mismo se contestaba arrastrando su discurso como un torrente que no podía controlar... Y comencé a no saber qué me importaba más, si la certeza de ser el jefe, o el desconocimiento que de ese mismo hecho tenía este individuo"
GRACIÁN Y FREUD
(fragmento de 'Duelo entre palabras'), de Luis Enrique Ibáñez
(fragmento de 'Duelo entre palabras'), de Luis Enrique Ibáñez
–Me gustaría hablarle, si a usted no le parece mal, de dos autores, o mejor dicho, de dos ideas que yo –mientras le escuchaba, me di cuenta de que este último “yo” sonó con ingenua solemnidad en su boca– considero importantes. (Tres problemas se arremolinaban en mi mente: primero, la risa que me seguía produciendo el yo ese; segundo, la distancia misteriosa que establecía entre las ideas y sus autores; y por último, haber observado clandestinamente, como quien le mira las piernas a una mujer, que los autores a los que él se iba a referir eran Sigmund Freud y Baltasar Gracián).
–Escuche –continuó– esta frase del nunca bien ponderado doctor Freud, supongo que habrá oído hablar algo de él. (Dudé entre recitarle de memoria "La instancia de la letra en el inconsciente", de Jacques Lacan, o pegarle directamente dos buenas hostias para que espabilara; pero supe reprimir a tiempo mis instintos aclaratorios y no quebrarle al muchacho su lección magistral, seguro que luego me habría arrepentido enormemente) Dice así: "No somos amos en nuestra propia casa".
–Seguro que estás casado, ¿verdad? –interrumpí–. Me miró con cara de enfado, pero antes de que hablara le pedí perdón por el chiste malo y le supliqué que siguiera con su exposición.
–Con esta frase aludía Freud a la falta de dominio que tenemos sobre nuestra actividad mental. Gracias a los trabajos de este sin par vienés, ahora ya sabemos que existe en el interior de nuestra mente un estadio, el inconsciente, oculto y reprimido, sí, pero que no para de trabajar, de pedir a gritos salir a la superficie para hacerse presente y mostrarnos en crudo nuestra verdadera realidad psíquica. Los recuerdos inconvenientes, lo prohibido, todo aquello que puede perturbar nuestra conciencia de Ley, queda oculto en ese cajón escondido.
Pero a veces, cuando no están claros los límites, algunos sucesos mentales pueden aflorar más allá de lo debido y ser causa de un profundo malestar. De aquí surgen los famosos conceptos, ello, yo y superyó....
Una vez asentados estos planos, se hace necesario estar atento a las llamadas a la puerta de la conciencia que nuestros fantasmas hacen constantemente. Si tenemos en cuenta que esas llamadas siempre vienen disfrazadas, enmascaradas, sueños, despistes, etc., comprendemos perfectamente que la interpretación profunda de esos síntomas, de esas historias (al pronunciar esta última palabra me pareció advertir una segunda intención, noté que estuvo a punto de silabearla, pero no se atrevió; su sutileza era como la de un niño de tres años pidiendo a gritos una galleta), puede ayudar a una persona a sentirse mucho mejor en la vida.
Y es en este momento donde Gracián pide su turno. (Suspiró de una forma conmovedora, y estoy seguro que durante aquellos segundos no le habría parecido ningún disparate que alguien comenzara a aplaudirle; llegué a dudarlo, pero me contuve al pensar que si se me escapaba toda la risa que llevaba acumulada en mi inconsciente, daría al traste con todo el experimento.)
–"Toda dificultad solícita es discurso, y es agradable paso de ingenio, con la proposición suspende y con la ingeniosa salida satisface". Baltasar Gracián –soltó con autoridad–, famoso escritor español del Siglo de Oro (este tipo de añadidos ciertamente estaba empezando ya a irritarme) que supo desenvolverse mejor que nadie entre los laberintos gustosos de la agudeza verbal. Es por ello que su obra puede servirnos de gran ayuda para entender el análisis de lo dicho, el placer que proporciona la interpretación feliz de una metáfora o de cualquier otro juego lingüístico. Convertirse en verdaderos forenses que alcanzan a ver hasta los últimos resortes de una palabra dada: he ahí la legítima aspiración de un recto analista. Y aquí, casi sin quererlo, entronco de nuevo con nuestro entrañable doctor.
¡Ah, perdón, se me olvidaba! No podemos dejar a un lado el concepto que de "concepto”, disculpe, por favor, el juego de palabras, pero no podemos ignorar que nos hallamos en el Barroco. (Este tío es imbécil, creo que va a conseguir exasperarme del todo: "... no podemos dejar a un lado...", "concepto que de concepto, disculpe el juego de palabras...", será bobo mamón; por mi mente comenzaba a pasar de vez en cuando, como una feliz estrella fugaz, la idea de asesinar a este idiota, pero quieto león, todavía no es tu momento, me insistí a mí mismo, todavía puedes seguir disfrutando con este absurdo e ignorante pavo real). Ahí va: "Concepto: es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos."¿Qué le parece? –antes de que yo me atreviera a contestar, disparó otra vez– ¿Verdad que es increíble cómo explica, con tan pocas las palabras, el significado, la com-pre-hen-sión (esta palabra sí la silabeó, lo juro) verdadera de los términos? ¿Entiende ahora por qué lo asocio con Freud para poder trabajar con buenos instrumentos en la verdadera tarea, la Interpretación?
Él mismo se contestaba arrastrando su discurso como un torrente que no podía controlar. Era una metralleta rayada, cargada, además, con balas de fogueo, y que me obligaba, por tanto, a intentar abrirme paso, sin sufrir excesivo dolor intelectual, en esa maraña de lecturas rápidas y mal asimiladas. Pero por lo visto este asalto ya estaba concluido. Dijo: "¡Uy, se me ha ido el santo al cielo! Debo irme si no quiero tener problemas." Pensé pedirle que me explicara a qué clase de problemas se refería, pero finalmente preferí no darle ese gustazo: después de su gran exhibición, lo único que hubiera faltado era que se fuera con la bonita sensación de haberme dejado intrigado. No hijo, no. Aunque creía tener controlada la situación y ser yo el que manejaba los hilos, la verdad es que después de esta visita un picorcillo extraño se instaló en el alma de mi estómago, provocando risueñas dudas incontrolables que se desparramaban felices por todo mi cuerpo.
La cuestión no era nada simple. Por un lado, yo sabía perfectamente quién llevaba el volante; pero por otro, estaba claro que él estaba completamente seguro y contento de ser el director de la función. Y comencé a no saber qué me importaba más, si la certeza de ser el jefe, o el desconocimiento que de ese mismo hecho tenía este individuo. Ya saben, otros lo han dicho antes, que no hay nada más arrogante que la ignorancia y hace tiempo que decidí que nadie volvería a mostrarse arrogante conmigo. Afortunadamente, pude controlar, más o menos, estas sensaciones y seguir cómodo en la barricada donde actor y espectador confunden sus papeles y la exquisita esquizofrenia del arte se muestra como una gran pantalla blanca donde cualquiera puede dejar, con un solo brochazo gordo, constancia de su genialidad.
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