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'EN DEFENSA DE LA SÁTIRA', por Alberto Manguel / 'EL GRAN DICTADOR' (parodia de Hitler) / 'EL INFORME DE BRODIE', de J.L.Borges / 'LOS DÍAS FELICES', deSamuel Beckett

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"Para señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan para su propio beneficio (como los directores del Fondo Monetario Internacional regulando las finanzas de los países a los cuales presta dinero), un mural egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato encargado de cuidar a una bandada de gansos"

"No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo"(Quevedo)


EN DEFENSA DE LA SÁTIRA

Si el primer sonido pronunciado en el mundo fue (según san Juan) el verbo, el segundo debió haber sido una carcajada. Tan ridículo, tan arrogante, tan absurdo es el comportamiento humano, que el inteligente Dios de Juan debió haber estallado en risotadas al ver las estupideces de las que sus criaturas eran capaces. Homero dijo que el monte Olimpo resonaba con las carcajadas de los dioses, y el segundo salmo nos avisa que Dios se reirá en lo alto, burlándose de los necios. Platón, sin embargo, no juzgaba que la risa fuese cosa seria y rechazaba la noción de un dios (o un tirano) risueño. Aristóteles, por su parte, definió el sentido del humor como una reacción natural del ser humano ante el reconocimiento de una incongruencia. Siglos después, Mahoma alabó la risa y condenó la falta de humor: "Mantén siempre el corazón ligero, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega".

Desde siempre, o al menos desde los orígenes de la conciencia humana, nos hemos comportado de manera absurda y, al mismo tiempo, hemos reconocido ese absurdo, si no en nosotros mismos, al menos en nuestros congéneres. Sócrates arguyó que nos burlamos de quienes se sienten superiores a nosotros sin serlo y que el peligro está en deleitarnos en lo que es, al fin y al cabo, un vicio. Pero lo ridículo, como tantas otras calidades humanas, suele estar en el ojo ajeno. La conducta de Sócrates, que él mismo debió juzgar como seria e intachable, fue vista por ciertos de sus contemporáneos como risible. Aristófanes, por ejemplo, en Las nubes, se burló de la famosa técnica socrática con agudeza satírica y genio mordaz. Hablando de la escuela de Sócrates un personaje dice así: "Ahí habitan hombres que hacen creer con sus discursos que el cielo es un horno que nos rodea y que nosotros somos los carbones. Ellos enseñan, si se les paga, de qué manera pueden ganarse las buenas y las malas causas". "Si se les paga", "las buenas y las malas causas": toda la fuerza está en esas pocas palabras fatales, hábil y precisamente colocadas.

Aristófanes no fue el primero que supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas filosofías. Para señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan para su propio beneficio (como los directores del Fondo Monetario Internacional regulando las finanzas de los países a los cuales presta dinero), un mural egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato encargado de cuidar a una bandada de gansos, explícita crítica de los gobiernos venales que el medievo cristiano retomaría en fábulas y poemas satíricos. Tan feroz pueden ser estas burlas que, según cuenta Plinio el Viejo, quienes eran objeto de las sátiras del poeta Hipognato de Éfeso en el siglo VI antes de Cristo, acababan colgándose de un árbol, demasiado avergonzados para seguir viviendo.

El texto satírico que, si es eficaz, ofende, debe hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser sátira, el impulso de burlarse de lo ridículo debe ser un impulso artístico

Sátira, esa forma crítica de la burla, fue nombrada por primera vez por Quintiliano para referirse a una forma particular de la métrica latina, pero el concepto se extendió rápidamente a cualquier tipo de texto que utilizase la ironía para criticar una situación o a un personaje, y hasta a una sociedad entera, como en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Después de que Gulliver le cuenta al rey de Brobdingnag la historia del mundo europeo, el rey pronuncia este juicio inapelable: "La única conclusión a la que puedo llegar es que la mayoría de vuestros conciudadanos forman parte de la más perniciosa raza de infame alimaña que la naturaleza jamás permitió arrastrarse por la superficie de la tierra". La sátira puede ser intemporal: las palabras del rey se aplican también a nuestro miserable siglo. La sátira no se limita a la sátira: Doña Perfecta, de Galdós; Casa desolada, de Dickens; Guignol's Band, de Céline, pueden ser leídos como sátiras.

Obviamente, la sátira jalona todas las literaturas, orientales y occidentales, y son raros los autores que no la hayan practicado en algún momento de su obra. De Luciano a Rabelais y Erasmo, de Diderot a Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark Twain y Clarín, de Günter Grass aDoris Lessing y Joseph Heller, la sátira ha sido siempre la carcajada de la razón frente a la solemnidad de la locura. En castellano, baste recordar el tono irónico de Borges en sus ficciones swiftianas El informe de Brodie y Utopía de un hombre que está cansado. Durante la absurda guerra de las Malvinas, Borges publicó una carta abierta en la que denunciaba la suerte de jóvenes conscriptos enviados al frente por generales "que nunca oyeron silbar siquiera una bala". Cierto general ofendido le objetó que él era un general argentino y que él sí había oído silbar una bala en la batalla. Borges le respondió pidiendo disculpas por el error que había cometido. "Me he equivocado", dijo."Hay un general argentino que alguna vez oyó silbar una bala".

porque el objeto de la sátira es muchas veces un personaje autoritario y poderoso, la reacción es con frecuencia la censura, la prisión, la muerte del poeta

No solo la literatura: todas las formas de creación artística han utilizado la sátira para sus propios fines. Los grabados de Goya, de Daumier, de Grosz son feroces denuncias de la insensata crueldad de sus contemporáneos. Las canciones populares, desde los goliardos de la Edad Media a Janis Joplin y Georges Brassens, se burlan sagazmente de la sociedad en la que vivimos. Y el cine, por supuesto, nos ofrece obras maestras del género satírico: El gran dictador, de Chaplin; Play Time, de Jacques Tati; Dr. Strangelove [¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú], de Kubrick; ¡Bienvenido, Mr Marshall!, de Berlanga, y tantos otros son ejemplos perfectos del arte de ofender con destreza artística.


Porque suele ser justa, porque suele señalar faltas morales y pretensiones falaces, porque hiere, porque denuncia, la sátira suele provocar la furia de aquellos a quienes acusa. Y porque el objeto de la sátira es muchas veces un personaje autoritario y poderoso, la reacción es con frecuencia la censura, la prisión, la muerte del poeta. "No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo", advierte el más célebre de los satíricos españoles, Francisco de Quevedo, a sus censores. Quevedo tuvo más fortuna que muchos de sus colegas, desde Ka'b bin al Ashraf, poeta contemporáneo de Mahoma, quien se burló en sus versos de la nueva religión y fue asesinado por seguidores del profeta, hasta los humoristas de Charlie Hebdo.


Pero sátira no es vituperio. El texto satírico que, si es eficaz, ofende, debe hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser sátira, el impulso de burlarse de lo ridículo debe ser un impulso artístico. No he leído el nuevo libro de Michel Houllebecq, Soumission, que imagina el triunfo de un Gobierno islámico en Francia, pero si resulta ser un texto satírico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el mundo en que vivimos, será, ante todo, memorable como novela. Las pintadas antiislámicas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son literatura.

Sin embargo, más interesante, más curioso que este impulso de burlarse de la necedad ajena es la sensitividad desmesurada, la furia incontenible, el ultraje sentido ante una sátira por los detentores de una fe que se define como incólume. Tal indignación in loco parentis tiene algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles es tan sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que tiene un complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza constante, que es incapaz de defenderse a sí misma y que, si insultada, debe ser vengada por guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es prueba de una colosal arrogancia. Mejor sería seguir el consejo de Winnie en Los días felices, de Beckett: "¿Qué mejor manera de ensalzar al Todopoderoso, que acompañando de risitas sus chistes, sobre todo los peores?".

Sin duda, el Señor del Universo podría, si quisiera, adoptar el estilo de los supuestos ofensores para contrarrestar la ofensa de una manera contundente y elegante. Cuando, en la pieza de Rostand, el vizconde de Valvert trata de insultar a Cyrano de Bergerac acusándolo de tener una nariz enorme, este le enseña, con la espada y la palabra, cómo se debe componer una sátira hábil, original y exquisita, pasando revista, en un largo catálogo en verso, a una multitud de estilos en los cuales el vizconde, si fuese más diestro, hubiese podido insultarlo mejor: dramático, amable, truculento, tierno, curioso, pedante, y así sucesivamente hasta darle a su ofensor la estocada final. Esta técnica, de desarmar al agresor mejorando su técnica (es decir, humillándolo al demostrar su poca habilidad satírica), es pocas veces utilizada por los grandes y poderosos, quienes prefieren responder al insulto percibido con la cárcel, el exilio o la guillotina. Esa reacción siempre resulta en lo contrario de lo que el ofendido quiere: la supuesta ofensa es ratificada y el ofensor es ensalzado.


Hay excepciones. Entre las muchas historias acerca del califa Harun al Rashid, narradas en las Mil y una noches y en los libros de Stevenson, hay una que justifica los apodos de El Justo y El Sabio que sus súbditos le concedieron. El califa tenía la costumbre de vestirse de mercader y pasearse por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos cómo vivía su gente y qué decían de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos según la antiquísima tradición oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oyó que el narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era pintado como un personaje libidinoso y borracho que después de una noche de orgía se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de bruces en un estanque. Después de acabados la risa y el aplauso, el califa felicitó al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al Rashid conquistó, sino 100, y no fueron 100 jarras de vino que bebió aquella noche, sino 200. Sé lo que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun al Rashid". Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estalló en carcajadas, le dio un bolso de monedas de oro y le pidió que la próxima vez que contase la historia se asegurase de que los detalles fuesen exactos.

(Fuente: babelia.com)





EL INFORME DE BRODIE


En un ejemplar del primer volumen de las Mil y una noches (Londres, 1840) de Lane, que me consiguió mi querido amigo Paulino Keins, descubrimos el manuscrito que ahora traduciré al castellano. La esmerada caligrafía -arte que las máquinas de escribir nos están enseñando a perder- sugiere que fue redactado por esa misma fecha. Lane prodigó, según se sabe, las extensas notas explicativas; los márgenes abundan en adiciones, en signos de interrogación y alguna vez en correcciones, cuya letra es la misma del manuscrito. Diríase que a su lector le interesaron menos los prodigiosos cuentos de Shahrazad que los hábitos del Islam. De David Brodie, cuya firma exornada de una níbrica figura al pie, nada he podido averiguar, salvo que fue un misionero escocés, oriundo de Aberdeen, que predicó la fe cristiana en el centro de África y luego en ciertas regiones selváticas del Brasil, tierra a la cual lo llevaría su conocimiento del portugués. Ignoro la fecha y el lugar de su muerte. El manuscrito, que yo sepa, no fue dado nunca a la imprenta.
Traduciré fielmente el informe, compuesto en un inglés incoloro, sin permitirme otras omisiones que las de algún versículo de la Biblia y la de un curioso pasaje sobre las prácticas sexuales de los Yahoos que el buen presbiteriano confió pudorosamente al latín. Falta la primera página.

"...de la región que infestan los hombres monos (Apemen) tienen su morada los Mlch1, que llamaré Yahoos, para que mis lectores no olviden su naturaleza bestial y porque una precisa transliteración es casi imposible, dada la ausencia de vocales en su áspero lenguaje. Los individuos de la tribu no pasan, creo, de setecientos, incluyendo los Nr, que habitan más al sur, entre los matorrales. La cifra que he propuesto es conjetural, ya que, con excepción del rey, de la reina y de los hechiceros, los Yahoos duermen donde los encuentra la noche, sin lugar fijo. La fiebre palúdica y las incursiones continuas de los hombres-monos disminuyen su número. Sólo unos pocos tienen nombre. Para llamarse, lo hacen arrojándose fango. He visto asimismo a Yahoos que, para llamar a un amigo, se tiraban por el suelo y se revolcaban. Físicamente no difieren de los Kroo, salvo por la frente más baja y por cierto tinte cobrizo que amengua su negrura. Se alimentan de frutos, de raíces y de reptiles; beben leche de gato y de murciélago y pescan con la mano. Se ocultan para comer o cierran los ojos; lo demás lo hacen a la vista de todos, como los filósofos cínicos. Devoran los cadáveres crudos de los hechiceros y de los reyes, para asimilar su virtud. Les eché en cara esa costumbre; se tocaron la boca y la barriga, tal vez para indicar que los muertos también son alimento o -pero esto acaso es demasiado sutil- para que yo entendiera que todo lo que comemos es, a la larga, carne humana.
En sus guerras usan las piedras, de las que hacen acopio, y las imprecaciones mágicas. Andan desnudos; las artes del vestido y del tatuaje les son desconocidas.
Es digno de atención el hecho de que, disponiendo de una meseta dilatada y herbosa, en la que hay manantiales de agua clara y árboles que dispensan la sombra, hayan optado por amontonarse en las ciénagas que rodean la base, como deleitándose en los rigores del sol ecuatorial y de la impureza. Las laderas son ásperas y formarían una especie de muro contra los hombres-monos. En las Tierras Altas de Escocia los clanes erigían sus castillos en la cumbre de un cerro, he alegado este uso a los hechiceros, proponiéndolo como ejemplo, pero todo fue inútil. Me permitieron, sin embargo, armar una cabaña en la meseta, donde el aire de la noche es más fresco.
La tribu está regida por un rey, cuyo poder es absoluto, pero sospecho que los que verdaderamente gobiernan son los cuatro hechiceros que lo asisten y que lo han elegido. Cada niño que nace está sujeto a un detenido examen; si presenta ciertos estigmas, que no me han sido revelados, es elevado a rey de los Yahoos. Acto continuo lo mutilan (he is gelded), le queman los ojos y le cortan las manos y los pies, para que el mundo no lo distraiga de la sabiduría. Vive confinado en una caverna, cuyo nombre es Alcázar (Qzr), en la que sólo pueden entrar los cuatro hechiceros y el par de esclavas que lo atienden y lo untan de estiércol. Si hay una guerra, los hechiceros lo sacan de la caverna; lo exhiben a la tribu para estimular su coraje y lo llevan, cargado sobre los hombros, a lo más recio del combate, a guisa de bandera o de talismán. En tales casos lo común es que muera inmediatamente bajo las piedras que le arrojan los hombres-monos.
En otro Alcázar vive la reina, a la que no le está permitido ver a su rey. Ésta se dignó recibirme; era sonriente; joven y agraciada, hasta donde lo permite su raza. Pulseras de metal y de marfil y collares de dientes adornan su desnudez. Me miró, me husmeó y me tocó y concluyó por ofrecérseme, a la vista de todas las azafatas. Mi hábito (my cloth) y mis hábitos me hicieron declinar ese honor, que suele conceder a los hechiceros y a los cazadores de esclavos, por lo general musulmanes, cuyas cáfilas (caravanas) cruzan el reino. Me hundió dos o tres veces un alfiler de oro en la carne; tales pinchazos son las marcas del favor real y no son pocos los Yahoos que se los infieren, para simular que fue la reina la que los hizo. Los ornamentos que he enumerado vienen de otras regiones; los Yahoos los creen naturales, porque son incapaces de fabricar el objeto más simple. Para la tribu mi cabaña era un árbol, aunque muchos me vieron edificarla y me dieron su ayuda. Entre otras cosas, yo tenía un reloj, un casco de corcho, una brújula y una Biblia; los Yahoos las miraban y sopesaban y querían saber dónde las había recogido. Solían agarrar por la hoja mi cuchillo de monte; sin duda lo veían de otra manera. No sé hasta dónde hubieran podido ver una silla. Una casa de varias habitaciones constituiría un laberinto para ellos, pero tal vez no se perdieran, como tampoco un gato se pierde, aunque no puede imaginársela. A todos les maravillaba mi barba, que era bermeja entonces; la acariciaban largamente.
Son insensibles al dolor y al placer, salvo al agrado que les dan la carne cruda y rancia y las cosas fétidas. La falta de imaginación los mueve a ser crueles.
He hablado de la reina y del rey; paso ahora a los hechiceros. He escrito que son cuatro: este número es el mayor que abarca su aritmética. Cuentan con los dedos uno, dos, tres, cuatro, muchos; el infinito empieza en el pulgar. Lo mismo, me aseguran, ocurre con las tribus que merodean en las inmediaciones de Buenos-Ayres. Pese a que el cuatro es la última cifra de que disponen, los árabes que trafican con ellos no los estafan, porque en el canje todo se divide por lotes de uno, de dos, de tres y de cuatro, que cada cual pone a su lado. Las operaciones son lentas, pero no admiten el error o el engaño. De la nación de los Yahoos, los hechiceros son realmente los únicos que han suscitado mi interés. El vulgo les atribuye el poder de cambiar en hormigas o en tortugas a quienes así lo desean; un individuo que advirtió mi incredulidad me mostró un hormiguero, como si éste fuera una prueba. La memoria les falta a los Yahoos o casi no la tienen; hablan de los estragos causados por una invasión de leopardos, pero no saben si ellos la vieron o sus padres o si cuentan un sueño. Los hechiceros la poseen, aunque en grado mínimo; pueden recordar a la tarde hechos que ocurrieron en la mañana o aun la tarde anterior. Gozan también de la facultad de la previsión; declaran con tranquila certidumbre lo que sucederá dentro de diez o quince minutos. Indican, por ejemplo: Una mosca me rozará la nuca o No tardaremos en oír el grito de un pájaro. Centenares de veces he atestiguado este curioso don. Mucho he vacilado sobre él. Sabemos que el pasado, el presente y el porvenir ya están, minucia por minucia, en la profética memoria de Dios, en Su eternidad; lo extraño es que los hombres puedan mirar, indefinidamente, hacia atrás pero no hacia adelante. Si recuerdo con toda nitidez aquel velero de alto bordo que vino de Noruega cuando yo contaba apenas cuatro años ¿a qué sorprenderme del hecho de que alguien sea capaz de prever lo que está a punto de ocurrir? Filosóficamente, la memoria no es menos prodigiosa que la adivinación del futuro; el día de mañana está más cerca de nosotros que la travesía del Mar Rojo por los hebreos, que, sin embargo, recordamos. A la tribu le está vedado fijar los ojos en las estrellas, privilegio reservado a los hechiceros. Cada hechicero tiene un discípulo, a quien instruye desde niño en las disciplinas secretas y que lo sucede a su muerte. Así siempre son cuatro, número de carácter mágico, ya que es el último a que alcanza la mente de los hombres. Profesan, a su modo, la doctrina del infierno y del cielo. Ambos son subterráneos. En el infierno, que es claro y seco, morarán los enfermos, los ancianos, los maltratados, los hombres-monos, los árabes y los leopardos; en el cielo, que se figuran pantanoso y oscuro, el rey, la reina, los hechiceros, los que en la tierra han sido felices, duros y sanguinarios. Veneran asimismo a un dios, cuyo nombre es Estiércol, y que posiblemente han ideado a imagen y semejanza del rey; es un ser mutilado, ciego, raquítico y de ilimitado poder. Suele asumir la forma de una hormiga o de una culebra.
A nadie le asombrará, después de lo dicho, que durante el espacio de mi estadía no lograra la conversión de un solo Yahoo. La frase Padre nuestro los perturbaba, ya que carecen del concepto de la paternidad. No comprenden que un acto ejecutado hace nueve meses pueda guardar alguna relación con el nacimiento de un niño; no admiten una causa tan lejana y tan inverosímil. Por lo demás, todas las mujeres conocen el comercio carnal y no todas son madres.
El idioma es complejo. No se asemeja a ningún otro de los que yo tenga noticia. No podemos hablar de partes de la oración, ya que no hay oraciones. Cada palabra monosílaba corresponde a una idea general, que se define por el contexto o por los visajes. La palabra nrz, por ejemplo, sugiere la dispersión o las manchas; puede significar el cielo estrellado, un leopardo, una bandada de aves, la viruela, lo salpicado, el acto de desparramar o la fuga que sigue a la derrota. Hrl, en cambio, indica lo apretado o lo denso; puede significar la tribu, un tronco, una piedra, un montón de piedras, el hecho de apilarlas, el congreso de los cuatro hechiceros, la unión carnal y un bosque. Pronunciada de otra manera o con otros visajes, cada palabra puede tener un sentido contrario. No nos maravillemos con exceso; en nuestra lengua, el verbo to cleave vale por hendir y adherir. Por supuesto, no hay oraciones, ni siquiera frases truncas.
La virtud intelectual de abstraer que semejante idioma postula, me sugiere que los Yahoos, pese a su barbarie, no son una nación primitiva sino degenerada. Confirman esta conjetura las inscripciones que he descubierto en la cumbre de la meseta y cuyos caracteres, que se asemejan a las runas que nuestros mayores grababan, ya no se dejan descifrar por la tribu. Es como si ésta hubiera olvidado el lenguaje escrito y sólo le quedara el oral.
Las diversiones de la gente son las riñas de gatos adiestrados y las ejecuciones. Alguien es acusado de atentar contra el pudor de la reina o de haber comido a la vista de otro; no hay declaración de testigos ni confesión y el rey dicta su fallo condenatorio. El sentenciado sufre tormentos que trato de no recordar y después lo lapidan. La reina tiene el derecho de arrojar la primera piedra y la última, que suele ser inútil. El gentío pondera su destreza y la hermosura de sus partes y la aclama con frenesí, arrojándole rosas y cosas fétidas. La reina, sin una palabra, sonríe. Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte.
He referido ya cómo arribé a la tierra de los Yahoos. El lector recordará que me cercaron, que tiré al aire un tiro de fusil y que tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico. Para alimentar ese error, procuré andar siempre sin armas. Una mañana de primavera, al rayar el día, nos invadieron bruscamente los hombres-monos; bajé corriendo de la cumbre arma en mano, y maté a dos de esos animales. Los demás huyeron, atónitos. Las balas, ya se sabe, son invisibles. Por primera vez en mi vida, oí que me aclamaban. Fue entonces, creo, que la reina me recibió. La memoria de los Yahoos es precaria; esa misma tarde me fui. Mis aventuras en la selva no importan. Di al fin con una población de hombres negros, que sabían arar, sembrar y rezar y con los que me entendí en portugués. Un misionero romanista, el Padre Fernandes, me hospedó en su cabaña y me cuidó hasta que pude reanudar mi penoso viaje. Al principio me causaba algún asco verlo abrir la boca sin disimulo y echar adentro piezas de comida. Yo me tapaba con la mano o desviaba los ojos; a los pocos días me acostumbré. Recuerdo con agrado nuestros debates en materia teológica. No logré que volviera a la genuina fe de Jesús.
Escribo ahora en Glasgow. He referido mi estadía entre los Yahoos, pero no su horror esencial, que nunca me deja del todo y que me visita en los sueños. En la calle creo que me cercan aún. Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizás el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos: Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe."


FIN

1. Doy a la ch el valor que tiene la palabra loch. (Nota del Autor).
(Fuente. Biblioteca Ciudad Seva)







TAMBIÉN DE ALBERTO MANGUEL EN ESTE SITIO:


("... para imaginar eficazmente, el niño necesita la soledad mental absoluta; saber que únicamente entre las páginas del libro, si tiene suerte y si el libro lo interpela, descubrirá por sí mismo el hilo de una historia secreta contada únicamente para él. A esa singular lección aspira toda la literatura.")


("Pocos asocian a Boccaccio con la noción de humildad: agreguemos a esta la compasión. En sus diversas obras magistrales, Boccaccio investiga las aventuras y desventuras de personajes imaginarios e históricos... en todos ellos el lector siente que Boccaccio se apiada de la condición de todos estos seres")

ENTRADAS RELACIONADAS:


("Las imperfecciones de su mente corren parejas con las de su cuerpo: se trata de una mezcla de mal humor, somnolencia, ignorancia, capricho, sensualidad y engreimiento")



("Si un príncipe envía fuerzas a una nación donde las gentes son pobres e ignorantes, puede legítimamente matar a la mitad de ellas y esclavizar a las restantes para civilizarlas y redimirlas de su bárbaro sistema de vida")



("Hemos visto cómo muchos de los dineros de nuestra nación acabaron en manos de aquellos que, por su cuna, educación o mérito no habrían podido aspirar más que a cuidar de nuestras cuadras; mientras otros que en virtud de su autoridad, sus cualidades y sus fortunas sólo pudieron avalar y favorecer la Revolución quedaron apartados por peligrosos e inútiles...")


(Existen tres métodos mediante los cuales un hombre puede llegar a primer ministro... y el tercero, demostrando en las asambleas públicas un furioso celo contra las corrupciones de la corte... Pero un príncipe sabio preferirá emplear a los que practican el último método, porque esos fanáticos resultan siempre los más obsequiosos y serviles ante la voluntad y las pasiones de su señor.")




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